martes, 29 de septiembre de 2009

Literatura Universal. Edad Contemporánea. Siglo XX

V EDAD CONTEMPORÁNEA (Siglo XX)
13 LITERATURA EXPERIMENTAL



Poemas ÁrticosPara hacer un poema dadaístaCoja un periódico.
Coja unas tijeras,
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que ha decidido darle a su poema.
Recorte el artículo
Recorte enseguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo e introdúzcalos en una bolsa.
Agite con suavidad.
Luego saque cada recorte uno a uno.
Cópielos concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema parecerá hecho a su semejanza.
Y ya se ha convertido usted en un escritor infinitamente original y de una encantadora sensibilidad, aunque el vulgo no la entienda.
(Tristan TZARA)


PrimaveraEl poste electrizado
Orillas del arroyo

Aquel pájaro adormilado
cantaba como un trompo

El violinista ha muerto esta mañana
Pero canta el violín de la ventana

En todas las ramas
mil canciones mecánicas

Unas venían
otras se alejaban

LA PRIMAVERA DA VUELTAS AL MANUBRIO

Mas no vimos las notas

Esas alondras
Anidan en los tubos

La tarde boreal se aleja sobre el humo
(Vicente HUIDOBRO)

Capilla del dolorLa amorosa
Ella está de pie en mis párpados
y su cabello está en el mío,
ella tiene la forma de mis manos,
ella tiene el color de mis ojos,
ella se sumerge en mi sombra
como una piedra por el cielo.

Ella tiene siempre los ojos abiertos
y no me deja dormir.
Sus sueños en plena luz
hacen evaporarse los soles,
me hacen reír, llorar y reír,
hablar sin tener nada
que decir.(Paul ÉLUARD)

El cementerio marino
XII
El porvenir, aquí, sólo es pereza.
Nítido insecto rasca sequedades.
Quemado asciende por los aires todo:
¿En qué severa esencia recibido?
Ebria de ausencia al fin, la vida es vasta,
y la amargura es dulce, y claro el ánimo.

XIII
¡Muertos ocultos! Están bien: la tierra
los recalienta y seca su misterio.
Sin movimiento, arriba, el Mediodía
en sí se piensa y conviene consigo...
Testa completa y perfecta diadema,
yo soy en ti la secreta mudanza.

XIV
Yo, sólo yo, contengo tus temores.
Mi contrición, mis dudas, mis aprietos
son el defecto de tu gran diamante.
Pero en su noche, grávida de mármol,
un vago pueblo, entre raíces de árboles,
por ti se ha decidido lentamente.

XV
Ya se han disuelto en una espesa ausencia,
roja arcilla ha bebido blanca especie,
el don de vida ha pasado a las flores.
¿Dónde estarán las frases familiares,
el arte personal, las almas únicas?
En las fuentes del llanto larvas hilan.

XVI
Gritos, entre cosquillas, de muchachas,
ojos y dientes, párpados mojados,
seno amable que juega con el fuego,
sangre que brilla en labios que se rinden,
últimos dones, dedos defensores:
Bajo tierra va todo y entra en juego.
                                      (Paul VALÉRY)


AnábasisIV
Ésta es la marcha del mundo y para ella no tengo sino alabanzas - Fundación de la ciudad. Piedra y bronce.
Fuegos de zarzas en la aurora
dejaron al desnudo

esas grandes piedras verdes y grasientas como fondos de templos, de letrinas,
y el navegante, alcanzado en el mar por nuestras humaredas, vio que la tierra, hasta la cima, había cambiado de imagen (grandes roturaciones vistas desde alta mar y esos trabajos de captación de aguas vivas en las montañas).

Así fue fundada la ciudad y establecida en la mañana bajo las labiales de un nombre puro. ¡Los campamentos se anulan en las colinas! Y nosotros, que estamos aquí, en las galerías de madera,
con la cabeza desnuda y descalzos en el frescor del mundo,
¿por qué tenemos que reírnos, pero por qué tenemos que reírnos, aquí sentados, de un desembarco de muchachas y de mulas?

¡Y qué decir, desde el alba, de toda esa multitud bajo las velas? - ¡Cargamentos de harina!... Y los navíos más altos que Ilión bajo el pavo real blanco del cielo, tras franquear la barra, se detenían
en ese punto muerto en que flota un asno muerto. (Se trata de arbitrar este río pálido, sin destino, de un color de saltamontes aplastados en su savia.)
(Saint-John PERSE)


ÍTACACuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes,
o al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos antes nunca vistos.

Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.



CUANTO PUEDAS
Aunque no puedas hacer tu vida como quieras,
inténtalo al menos
cuanto puedas: no la envilezcas
en el trato desmedido con la gente,
en el tráfago desmedido y los discursos.

No la envilezcas a fuerza de trasegarla,
errando de continuo y exponiéndola
a la estupidez cotidiana
de las relaciones y el comercio,
hasta volverse una extraña inoportuna.
(Konstandínos KAVAFIS)
EL GUARDADOR DE REBAÑOS, DE ALBERTO CALEIRO
XVIII

Ojalá yo fuese el polvo del camino
y los pies de los pobres me estuvieran pisando...

Ojalá fuese los ríos que fluyen
y a mi orilla lavaran las mujeres...

Ojalá fuese los chopos de la orilla del río
y sólo tuviera cielo por encima y agua por debajo...

Ojalá fuese el burro del molinero,
y el molinero me pegara y me estimara...

Antes eso que ser el que va por la vida
mirando a sus espaldas y sintiendo dolor.



XLIX

Me retiro hacia dentro y cierro la ventana.
Traen el candil y me dan las buenas noches,
y mi voz gozosa da las buenas noches.
Ojalá que mi vida fuese siempre esto:
el día pleno de sol, o suave de lluvia,
o tempestuoso cual si se acabara el Mundo;
la tarde suave o las cuadrillas que pasan
contempladas con interés por la ventana;
la última mirada amiga al sosiego de los árboles,
y después, cerrada la ventana, encendido el candil,
sin leer nada, ni pensar en nada, ni dormir,
sentir en mí correr la vida como un río en su lecho
y fuera un gran silencio, como el de un dios dormido.


ODAS, DE RICARDO REIS

I
¡Tan pronto pasa todo cuanto pasa!
¡Tan joven muere ante los dioses cuanto
muere! ¡Todo es tan poco!

Nada se sabe, todo se imagina.
Circúndate de rosas, ama, bebe
y calla. El resto es nada.

II
Que me olviden los dioses sólo quiero.
Seré libre, sin dicha ni desdicha,
como el viento que es vida
del aire, que no es nada.

El odio y el amor nos buscan; ambos,
cada uno a su manera, nos oprimen.
A quien nada conceden
los dioses, ése es libre.



ODA TRIUNFAL, DE ÁLVARO DE CAMPOS
A la dolorosa luz de las grandes bombillas de la fábrica
tengo fiebre y escribo.
Escribo con rechinar de dientes, cual fiera ante toda esta belleza,
ante toda esta belleza que desconocían por completo los antiguos.

¡Oh ruedas, oh engranajes, r-r-r-r-r eterno!
Recio espasmo retenido de los enfurecidos maquinismos!
¡Enfurecidos dentro y fuera de mí,
a lo largo de todos mis nervios disecados,
de todas las papilas, de todo aquello con lo que yo siento!
¡Tengo secos los labios, oh grandes ruidos modernos,
de oíros demasiado cerca,
y me arde la cabeza de querer cantaros con exceso
en la expresión de todas mis sensaciones,
con un exceso contemporáneo de vosotras, oh máquinas!

Enfebrecido, mirando los motores como a una Naturaleza tropical
-grandes trópicos humanos de hierro y fuego y fuerza-,
canto y canto el presente, y también el pasado y el futuro,
porque el presente es todo el pasado y es todo el futuro,
y hay Platón y Virgilio dentro de las máquinas y las luces eléctricas
sólo porque hubo un antaño, y Virgilio y Platón fueron humanos,
y pedazos de Alejandro Magno del siglo tal vez cincuenta,
átomos que un día tendrán fiebre en el cerebro del Esquilo del siglo cien,
andan por estas correas de transmisión y por estos émbolos y por estos volantes
rugiendo, crujiendo, musitando, atronando, ferreando,
haciéndome un exceso de caricias en el cuerpo con sola una caricia hecha en el alma.

CANCIONERO, de FERNANDO PESSOA

I
Peores males hay que estar enfermo,
dolores que no duelen ni en el alma
y son más dolorosos que los otros.
Hay angustias soñadas más reales
que la que trae la vida, hay sensaciones
que se sienten con sólo imaginarlas
más de nosotros que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir
existe, existe demoradamente
y demoradamente es nuestra y es nosotros...
Sobre el turbio verdor del ancho río
los circunflejos blancos de gaviotas...
Sobre el alma, el inútil aleteo
de cuanto nada fue, ni pudo ser, y es todo.

Dame más vino, que la vida es nada.


II
No combatí; nadie lo mereció.
A la naturaleza y, luego, al arte amé.
Las manos a la llama que la vida me dio
calenté. Cesa ahora. Cesaré.
(Fernando PESSOA)

La rosa
INNISFREE, LA ISLA DEL LAGO

Quisiera huir e irme, e irme hacia Innisfree,
y alzar allí una choza de zarzas y de arcilla;
nueve surcos de alubias tener, y una colmena,
y en soledad vivir, entre el rumor de abejas.

Hallaría allí paz, porque la paz se vierte
desde el quiebro del alba hasta el cantar del grillo;
allí la noche brilla y el cenit es de púrpura,
y la tarde está llena de alas de jilgueros.

Quisiera huir e irme, para siempre jamás.
Oigo el agua del lago que acaricia la orilla,
y al seguir mi camino por el asfalto gris,
escucho su murmullo dentro del corazón.



CUANDO SEAS VIEJA

Cuando seas vieja y gris, y vencida del sueño,
dormites junto al fuego y tomes este libro,
lee despacio y sueña con la dulce mirada
que tuvieron tus ojos, y su profunda sombra;

con cuantos tus alegres días de gracia amaron,
y amaron tu hermosura, con amor puro o falso.
Mas sólo uno amó en ti tu alma peregrina
y amó también las penas de tu rostro cambiante.

E inclinada la frente hacia las rojas brasas,
triste murmurarás cómo el Amor huyó
y ascendió a grandes pasos a las altas montañas
y su rostro escondió en multitud de estrellas.
(William B. YEATS)

La tierra baldía
III. EL SERMÓN DEL FUEGO (fragmento)
El pabellón del río está roto; los últimos dedos de las hojas
se aferran y hunden en la mojada orilla. El viento
cruza la tierra parda, sin ser oído. Las ninfas se han marchado.
Dulce Támesis, corre suavemente hasta que acabe mi canto.
El río no lleva botellas vacías, papeles de bocadillos,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas
ni otros testimonios de noche de verano. Las ninfas se han marchado.
Y sus amigos, los ociosos herederos de consejeros de la City,
se han marchado, sin dejar señas.
Junto a las aguas del Leman me senté a llorar...
Dulce Támesis, corre suavemente, pues no hablo alto ni largo.
Pero a mi espalda en fría ráfaga escucho
el entrechocar de los huesos, y el risoteo extendido de oreja a oreja.
(Thomas Stearns ELIOT)

Amapola y memoria
FUGA DE MUERTE
Leche negra del alba la bebemos al atardecer
la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas silba llamando a sus perros
silba y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocar ahora música de baile

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
Tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez

Grita cavad más hondo en el reino de la tierra los unos y los otros cantad y tocad
echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules
hincad más hondo las palas los unos y los otros volved a tocad música de baile

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y a la mañana te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita y él juega con serpientes

Grita tocad más dulcemente a la. muerte la muerte es un maestro de Alemania
grita tocad más sombríamente los violines luego subiréis como humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes allí no hay estrechez.

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania su ojo es azul
te alcanza con bala de plomo te alcanza certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
atiza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania
tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita
(Paul CELAN)


I LA NOVELA
Ulises
o si no es eso habrá sido cualquier putilla con la que se ha enredado en algún sitio o la ha pescado a escondidas si le conocieran tan bien como yo sí porque anteayer estaba garrapateando algo como una carta cuando yo entré en la salita por cerillas para enseñarle lo de la muerte de Dignam en el periódico como si algo me lo hubiera dicho y él lo tapó con el secante haciendo como que pensaba en negocios así que muy probablemente eso era para alguna que se imagina que le ha conquistado porque todos los hombres se ponen un poco así a su edad especialmente para los cuarenta como él ya va ahora con vistas a sacarle todo el dinero que pueda no hay tonto como un tonto viejo y luego el acostumbrado beso en el culo para esconderlo no es que me importe un pito con quién lo hace ni a quién había conocido antes así aunque me gustaría averiguarlo con tal de que no los tenga a los dos delante de las narices todo el tiempo como aquella sinvergüenza la Mary que tuvimos en Ontario Terrace poniéndose rellenos falsos en el trasero para excitarle ya está mal sentir cómo echa él el olor de esas mujeres pintadas una vez tuve sospechas al hacerle que se me acercara cuando le encontré el pelo largo en la chaqueta sin contar la vez que entré en la cocina y él haciendo como que bebía agua
(James JOYCE)

III TEATRO
Ubú rey
(EN LA SALA DE CONSEJOS DEL PADRE UBÚ.)
PADRE UBÚ.- Señores, se abre la sesión. Traten de escuchar atentamente y de mantenerse tranquilos. En primer lugar, pasaremos revista al capítulo Hacienda. Luego hablaremos de cierto sistema que he imaginado para provocar buen tiempo y evitar la lluvia.
EL CONSEJERO.- Muy bien, señor Ubú.
MADRE UBÚ.- ¡Estúpido hombre!
PADRE UBÚ.- Cuidado, señora de mierdra. No estoy dispuesto a aguantar vuestras simplezas... Como íbamos diciendo, señores, el Tesoro va pasablemente bien. Un considerable número de sabuesos con calzas de lana se lanzan cada mañana a las calles, y no lo hacen mal, no, los salopines. Por todas partes se ven casas ardiendo y gente agobiada bajo el peso de nuestras phinanzas.
EL CONSEJERO.- ¿Y los nuevos impuestos, señor Ubú? ¿Van funcionando?
MADRE UBÚ.- En absoluto. El impuesto sobre matrimonios sólo ha producido once céntimos hasta ahora. Y eso que el padre Ubú persigue a la gente hasta el infierno para obligarla a casarse.
PADRE UBÚ.- ¡Charrasco de plata! ¡Cuerno de mi panza! ¡Aprendiz de hacendista! Creo que tengo dos orejas para hablar y vos una boca para escucharme... (Carcajadas de los presentes.) ¡O más bien al revés, mierdra! ¡Me hacéis equivocar y sois la responsable de que parezca tonto! ¡Pero por el cuerno de Ubú...! (Entra un mensajero.) ¿Y ahora qué? ¿Qué le pasa a éste? Desaparece, cochino, o acabarás en mi talega, previa degollación y quebrantadura de piernas.
MADRE UBÚ. - ¡Ah! Ya se ha ido. Pero ha dejado una carta.
PADRE UBÚ.- Léela. 0 estoy perdiendo inteligencia, o es que no sabía leer. Date prisa, simplesca. Debe ser de Bordura.
MADRE UBÚ.- Exactamente. Dice que el zar le ha acogido muy bien. Que van a invadir tus estados para reponer en el trono a Bugrelao, y que a ti te matarán.
PADRE UBÚ.- ¡Oh, oh! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Muero ya! ¿Qué ocurrirá, gran Dios? ¡Oh, pobre de mí! ¡Ese hombre terrible va a matarme! iProtegedme, por favor, san Antonio y todos los santos! ¡Os procuraré phinanza y os encenderé muchas velas! ¿Qué será de mí, Señor? (Llora y hace pucheros.)
(Alfred JARRY)


14. LITERATURA RELIGIOSA Y EXISTENCIAL

II LA ANGUSTIA EXISTENCIAL
La metamorfosis
Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más pequeño y más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el actual, que había sido escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
(Franz KAFKA)

Décima Elegía:
Ojalá un día, a la salida de esta cruel visión,
mi canto de júbilo y gloria alcance a los ángeles que están conformes.
Que de las teclas claramente pulsadas del corazón
ninguna falle, tocando en cuerdas blandas, dudosas
o rotas. Que el flujo de mi rostro
me haga más luminoso: que el llanto imperceptible
florezca. ¡Oh, qué queridas me seréis entonces, noches,
doloridas! ¿Por qué no os recibiría yo de rodillas, hermanas
inconsolables, por qué no me entregará, más suelto,
a vuestra suelta cabellera? Nosotros, derrochadores de los dolores.
¡Cómo nuestros ojos, adelantándose, los buscan con triste
persistencia,
a ver si acaban o no! Pero ellos son, ciertamente,
nuestro follaje perenne de invierno, nuestra oscura pervinca,
una de las estaciones del año interior -no sólo
tiempo-, son lugar, asentamiento, lecho, suelo, residencia.
(Rainer María RILKE)

III TEATRO DEL ABSURDO
La cantante calva
(Silencio. El reloj suena siete veces. Silencio. El reloj suena tres veces. Silencio. El reloj suena. No suena.)
SR. SMITH.- (Con su periódico.) Vaya, aquí dice que Bobby Watson murió.
SRA. SMITH.- ¡Dios mío, el pobre! ¿Cuándo murió?
SR. SMITH.- ¿Por qué pones esa cara de asombro? Ya lo sabías. Murió hace dos años. ¿Te acuerdas? Fuimos a su entierro hace año y medio.
SRA. SMITH.- Claro que me acuerdo. Me acordé enseguida, pero no comprendo por qué tú te asombraste tanto al ver eso en el periódico.
SR. SMITH.- No estaba en el periódico. Ya hace tres años que hablamos de su defunción. Me acordé por asociación de ideas.
SRA. SMITH.- ¡Lástima! ¡Estaba tan bien conservado!
SR. SMITH.- Era el más lindo cadáver de Gran Bretaña. No parecía tener su edad. ¡Pobre Bobby! Hacía cuatro años que había muerto y todavía estaba caliente. Un verdadero cadáver vivo. iY qué alegre era!
SRA. SMITH.- La pobre Bobby.
SR. SMITH.- Querrás decir el pobre Bobby.
SRA. SMITH.- No. Pienso en su mujer. Se llamaba como él, Bobby, Bobby Watson. Como tenían el mismo nombre, no se podía distinguir a uno del otro cuando se les veía juntos. No fue sino después de la muerte de él, cuando pudo verdaderamente saberse quién era uno y quién el otro. Sin embargo, aun ahora hay gentes que la confunden con el muerto y le presentan sus condolencias. ¿Tú la conoces?
SR. SMITH.- No la he visto más que una vez en el entierro de Bobby.
SRA. SMITH.- Yo no la he visto nunca. ¿Es bonita?
SR. SMITH.- Tiene rasgos normales y, sin embargo, no puede decirse que sea bonita. Es demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son normales, y sin embargo puede decirse que es muy bonita. Es un poco demasiado pequeña y demasiado flaca. Es profesora de canto. (El reloj suena cinco veces. Larga pausa.)
SRA. SMITH.- ¿Y cuándo piensan casarse?
SR. SMITH.- La primavera próxima, a más tardar.
SRA. SMITH.- Tendremos sin duda que ir a su boda.
SR. SMITH.- Tendremos que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál.
SRA. SMITH.- ¿Por qué no ofrecerles uno de los siete platos de plata que nos dieron de regalo de bodas y que nunca nos han servido para nada?
(Eugène IONESCO)

Esperando a Godot
Acto primero
Vadimir y Estragón, dos vagabundos que se denominan familiarmente Didi y Gogo, esperan, sin saber por qué, a un tal Godot, a quien jamás han visto. El lugar de la cita es un descampado donde sólo hay un árbol desnudo. Para “matar el tiempo” hablan y hablan de mil cosas: de los recuerdos, de los zapatos, de la Biblia, de Godot...

ESTRAGÓN.- Delicioso lugar. (Se vuelve, mira hacia el público.) Semblantes alegres. (Se vuelve hacia Vladimir.) Vayámonos.
VLADIMIR.- No podemos.
ESTRAGÓN.- ¿Por qué?
VLADIMIR.- Esperamos a Godot.
ESTRAGÓN.- Es cierto. (Pausa.) ¿Estás seguro de que es aquí?
VLADIMIR.- ¿Qué?
ESTRAGÓN.- Donde hay que esperar.
VLADIMIR.- Dijo delante del árbol. (Lo miran.) ¿Ves algún otro?
ESTRAGÓN.- ¿Qué es?
VLADIMIR.- Parece un sauce llorón.
ESTRAGÓN.- ¿Dónde están las hojas?
VLADIMIR.- Debe de estar muerto.
ESTRAGÓN.- Basta de lloros.
VLADIMIR.- Salvo que no sea ésta la estación.
ESTRAGÓN.- ¿No será más bien un arbolito?
VLADIMIR.- Un arbusto.
ESTRAGÓN.- Un arbolito.
VLADIMIR.- Un... (Se contiene.) ¿Qué insinúas? ¿Que nos hemos equivocado de lugar?
ESTRAGÓN.- Ya debería de estar aquí.
VLADIMIR.- No aseguró que vendría.
ESTRAGÓN.- ¿Y si no viene?
VLADIMIR.- Volveremos mañana.
ESTRAGÓN.- Y pasado mañana.
VLADIMIR.- Quizás.
ESTRAGÓN.- Y así sucesivamente.
VLADIMIR.- Es decir...
ESTRAGÓN.- Hasta que venga.
VLADIMIR.- Eres implacable.
ESTRAGÓN.- Ya vinimos ayer
VLADIMIR.- ¡Ah, no! En eso te equivocas.
ESTRAGÓN.- ¿Qué hicimos ayer?
VLADIMIR.- ¿Que qué hicimos ayer?
ESTRAGÓN.- Sí.
VLADIMIR.- Me parece... (Se pica.) Para sembrar dudas, eres único.
ESTRAGÓN.- Creo que estuvimos aquí.
VLADIMIR.- (Mira alrededor) ¿El lugar, te resulta familiar?
ESTRAGÓN.- No he dicho eso.
VLADIMIR.- ¿Entonces?
ESTRAGÓN.- Eso no importa.
VLADIMIR.- Sin embargo... este árbol... (Se vuelve hacia el público.) Esa turba...
ESTRAGÓN.- ¿Estás seguro de que era esta noche?
VLADIMIR.- ¿Qué?
ESTRAGÓN.- Cuando debíamos esperarle.
VLADIMIR.- Dijo sábado. (Pausa.) Creo.
ESTRAGÓN.- Después del trabajo.
VLADIMIR.- Debí apuntarlo. (Registra en sus bolsillos repletos de toda clase de porquerías)
ESTRAGÓN.- Pero, ¿qué sábado? Además, ¿hoy es sábado? ¿No será domingo? ¿O lunes? ¿O viernes?
VLADIMIR.- (Mira enloquecido alrededor, como si la fecha estuviera escrita en el paisaje.) No es posible.
ESTRAGÓN.- O jueves.
VLADIM IR. - ¿Qué podemos hacer?
ESTRAGÓN.- Si ayer por la noche se molestó por nada, puedes muy bien suponer que hoy no vendrá.
VLADIMIR.- Pero dices que ayer noche vinimos.
ESTRAGÓN.- Puedo equivocarme. (Pausa.) Callemos un momento, ¿quieres?
VLADIMIR.- (Débilmente.) Bien. (Estragón se sienta en el suelo. Vladimir recorre el escenario, agitado, deteniéndose de vez en cuando para escrutar el horizonte. Estragón se duerme. Vladimir se detiene ante él.) Gogo... (Silencio.) Gogo... (Silencio.) ¡GOGO!
ESTPAGÓN.- (Despierta sobresaltado y regresa al horror de la situación.) Dormía. (Con reproche.) ¿Por qué nunca me dejas dormir?
VLADIMIR.- Me sentía solo.
ESTRAGÓN.- Tuve un sueño.
VLADIMIR.- ¡No me lo cuentes!
ESTRAGÓN.- Soñaba que...
VLADIMIR.- ¡NO ME LO CUENTES!
ESTRAGÓN.- (Con un gesto hacia el universo.) ¿Te basta esto? (Silencio.) No eres nada amable, Didi. ¿A quién quieres que cuente mis pesadillas más íntimas sino a ti?
VLADIMIR.- Que sigan siendo muy íntimas. De sobra sabes que no las soporto.
ESTRAGÓN.- (Con frialdad.) A veces me pregunto si no sería mejor que nos separásemos.

Acto Primero
Pero no es Godot quien llega, sino un señir que lleva atado con una cuerda a su criado y esclavo, al que somete a numerosas vejaciones
Entran Pozzo y Lucky. Aquél conduce a éste por medio de una cuerda anudada al cuello, de modo que primero sólo se ve a Lucky seguido de la cuerda, lo bastante larga como para que puede llegar al centro del escenario antes de que aparezca Pozzo. Lucky lleva una pesada maleta, una silla plegable, un cesto de provisiones y un abrigo (en el brazo); Pozzo, un látigo.
POZZO.- (Entre bastidores). ¡Más rápido! (Chasquido del látigo. Entra. Cruzan el escenario. Lucky pasa ante Vladimir y Estragón y sale. POZZO, al verlos, se detiene. La cuerda se tensa. Pozzo tira violenta­mente de ella.) ¡Atrás! (Ruido de caída. Lucky ha caído con toda la carga. Vladimir y Estragón le miran indecisos entre el deseo de ayudarle y el temor de mezclarse en lo que no les incumbe. Vladimir avanza un paso hacia Lucky. Estragón le retiene por la manga.)
VLADIMIR.- ¡Déjame!
ESTRAGÓN.- Cálmate.
POZZO.- ¡Cuidado! Es malo. (Estragón y Vladimir lo miran.) Con los desconocidos.
ESTRAGÓN.- (En voz baja.) ¿Es él?
VLADIMIR.- ¿Quién?
ESTRAGÓN.- Vamos...
VLADIMIR.- ¿Godot?
ESTRAGÓN.- Claro.
POZZO.- Me presento: Pozzo.
VLADIMIR.- ¡Qué va!
ESTRAGÓN.- Ha dicho Godot.
VLADIMIR.- ¡Qué va!
ESTRAGÓN.- (A Pozzo) ¿No es usted el señor Godot, señor?
POZZO.- (Voz espeluznante.) ¡Soy Pozzo! (Silencio.) ¿No les dice nada este nombre? (Silencio.) Les pregunto si este nombre no les dice nada. (Vladimir y Estragón se interrogan con la mirada.) ESTRAGÓN.- (Fingiendo pensar.) Bozo... Bozzo... VLADIMIR.- (Igual) Pozzo...
POZZO.- iPPPPOZZO!
ESTRAGÓN.- ¡Ah! Pozzo... Veamos... Pozzo...
VLADIMIR.- ¿Pozzo o Bozzo?
ESTRAGÓN.- Pozzo... no, no me dice nada.
VLADIMIR.- (Conciliador.) Conocí a una familia Gozzo. La madre bordaba. (Pozzo avanza, amenazador)
ESTRAGÓN.- (Con vivacidad.) No somos del lugar, señor.
POZZO.- (Se detiene.) Sin embargo, son seres humanos. (Se pone las gafas.) Por lo que veo. (Se quita las gafas.) De mi misma especie. (Rompe a reír a carcajadas.) ¡De la misma especie que Pozzo! ¡De origen divino!
VLADIMIR.- Es decir...
POZZO.- (Tajante.) ¿Quién es Godot?
ESTRAGÓN.- ¿Godot?
POZZO.- Ustedes me han tomado por Godot.
VLADIMIR.- ¡Oh, no, señor, ni por un momento, señor!
POZZO.- ¿Quién es?
VLADIMIR.- Bueno, es un... es un conocido.
ESTRAGÓN.- No, no, qué va, apenas lo conocemos.
VLADIMIR.- Evidentemente... no le conocemos demasiado..., pero de todos modos...
ESTRAGÓN.- Yo, ni le reconocería.
POZZO.- Ustedes me han tomado por él.
ESTRAGÓN.- Bueno..., la oscuridad..., la fatiga..., la debilidad... la espera... Confieso..., creí... por un momento...
VLADIMIR.- ¡No le crea, señor, no le crea!
POZZO.- ¿La espera? ¿Entonces, le esperaban?
VLADIMIR.- Bueno...
POZZO.- ¿Aquí? ¿En mis propiedades?
VLADIMIR.- No creíamos hacer nada malo.
ESTRAGÓN.- Teníamos buenas intenciones.
POZZO.- El camino es de todos.
VLADIMIR.- Es lo que dijimos.
POZZO.- Es una vergüenza, pero así es.
ESTRAGÓN.- No hay nada que hacer.
POZZO.- (Con gesto ampuloso.) No hablemos más del asunto! (Tira de la cuerda.) ¡En pie! (Pausa.) Cada vez que se cae se duerme. (Tira de la cuerda.) ¡En pie, carroña! (Ruido de Lucky que se levanta y recoge su carga.) ¡Atrás! (Lucky entra retrocediendo.) ¡Quieto! (Lucky se detiene.) ¡Vuélvete! (Lucky se vuelve. A Vladimir y Estragón, amable.) Amigos míos, me siento feliz por haberles encontrado.

Acto segundo
Cuando Pozzo y Lucky se marchan, un muchacho anuncia a Vladimir y Estragón que Godot no vendrá esa noche, sino al día siguiente. Oscurece bruscamente y termina el primer acto. El segundo se desarrolla en el mismo escenario, sólo que el árbol ha florecido. Pozzo y Lucky vuelven desgastados por el tiempo, que ha pasado sin que se sepa cómo. El amo se ha quedado ciego y el criado mudo. Cuando se marchan, el muchacho del primer acto anuncia un nuevo aplazamiento de la cita.
El sol se pone. La luna sale. Vladimir permanece inmóvil. Estragón se despierta, se descalza, se pone en pie, con los zapatos en la mano. Los deja delante de la rampa, se dirige hacia Vladimir, le mira.
ESTRAGÓN.- ¿Qué te ocurre?
VLADIMIR.- Nada.
ESTRAGÓN.- Yo me voy.
VLADIMIR.- Yo también. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿He dormido mucho?
VLADIMIR.- No sé. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿A dónde iremos?
VLADIMIR.- No muy lejos.
ESTRAGÓN.- ¡No, no, vayámonos muy lejos de aquí!
VLADIMIR.- No podemos.
ESTRAGÓN.- ¿Por qué?
VLADIMIR.- Mañana debemos volver.
ESTRAGÓN.- ¿Para qué?
VLADIMIR.- Para esperar a Godot.
ESTRAGÓN.- Es cierto. (Pausa.) ¿No ha venido?
VLADIMIR.- No.
ESTRAGÓN.- Y ahora ya es demasiado tarde.
VLADIMIR.- Sí, es de noche.
ESTRAGÓN.- ¿Y si lo dejamos correr? (Pausa.) ¿Y si lo dejamos correr?
VLADIMIR. - Nos castigaría. (Silencio. Mira el árbol) Sólo el árbol vive.
ESTRAGÓN.- (Mira el árbol) ¿Qué es?
VLADIMIR.- El árbol.
ESTRAGÓN.- No. ¿Qué clase de árbol?
VLADIMIR.- No sé. Un sauce.
ESTRAGÓN.- Ven a ver. (Arrastra a Vladimir hacia el árbol. Quedan inmóviles ante él. Silencio.) ¿Y si nos ahorcáramos?
VLADIMIR.- ¿Con qué?
ESTRAGÓN.- ¿No tienes un trozo de cuerda?
VLADIMIR.- No.
ESTRAGÓN.- Pues no podemos.
VLADIMIR.- Vayámonos.
ESTRAGÓN.- Espera, podemos hacerlo con mi cinturón.
VLADIMIR.- Es demasiado corto.
ESTRAGÓN.- Tú me tiras de las piernas.
VLADIMIR.- ¿Y quién tirará de las mías?
ESTRAGÓN.- Es cierto.
VLADIMIR.- De todos modos, déjame ver. (Estragón desata la cuerda que sujeta su pantalón. Éste, demasiado amplio, le cae sobre los tobillos. Mira la cuerda.) La verdad, creo que podría servir. ¿Resistirá?
ESTRAGÓN.- Probemos. Toma. (Cada uno coge un extremo de la cuerda y tiran. La cuerda se rompe y están apunto de caer)
VLADIMIR.- No sirve para nada. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿Dices que mañana hay que volver?
VLADIMIR.- Sí.
ESTRAGÓN.- Pues nos traeremos una buena cuerda.
VLADIMIR.- Eso es. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- Didi.
VLADIMIR.- Sí.
ESTRAGÓN.- No puedo seguir así.
VLADIMIR.- Eso es un decir.
ESTRAGÓN.- ¿Y si nos separásemos? Quizá sería lo mejor.
VLADIMIR.- Nos ahorcaremos mañana. (Pausa.) A menos que venga Godot.
ESTRAGÓN.- ¿Y si viene?
VLADIMIR.- Nos habremos salvado. (Se quita el sombrero -el de Lucky-, mira el interior, pasa la mano por dentro, lo sacude, se lo cala.)
ESTRAGÓN.- ¿Qué? ¿Nos vamos?
VLADIMIR.- Súbete los pantalones.
ESTRAGÓN.- ¿Cómo?
VLADIMIR.- Súbete los pantalones.
ESTRAGÓN.- ¿Que me quite los pantalones?
VLADIMIR.- Súbete los pantalones.
ESTRAGÓN.- Ah, sí, es cierto. (Se sube los pantalones. Silencio.)
VLADIMIR.- ¿Qué? ¿Nos vamos?
ESTPAGÓN.- Vamos. (No se mueven.)
TELÓN
(Samuel BECKETT)


15. LITERATURA SOCIAL
I. NOVELA
¿Por quién doblan las campanas?
Hiciste lo que tenías que hacer y sabías que estabas en lo cierto. Entonces conociste el éxtasis de la batalla, con la boca seca y con el terror que apunta, aun sin llegar a dominar, y luchaste aquel verano y aquel otoño por todos los pobres del mundo, contra todas las tiranías, por todas las cosas en las que creías y por un mundo nuevo, para el que tu educación te había preparado. Aquel invierno aprendiste a sufrir y a despreciar el sufrimiento en los largos periodos de frío, de humedad y barro, de cavar y construir fortificaciones. Y la sensación del verano y del otoño desaparecía bajo el cansancio, la falta de sueño, la inquietud y la incomodidad. Pero aquel sentimiento estaba allí aún y todo lo que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días cuando sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo...
(Ernest HEMINGWAY)

Carta a una señorita en París
De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que vaya vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado.
(Julio CORTÁZAR)

Cien años de soledad
El gitano Melquíades
La novela comienza con los recuerdos del coronel Aureliano Buendía. Sus padres, José Arcadio y Úrsula, los fundadores de Macondo, habían llegado a ese inhóspito lugar, huyendo de un asesinato y de la maldición que pesaba sobre sus antepasados, quienes, de tanto casarse entre sí, habían tenido un niño con cola de iguana. La muerte de José Arcadio, atado a un árbol del patio y loco de tanto estudiar, fue seguida de una lluvia de flores.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Ursula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar su desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirle. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabozo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.


La matanza de la estación
Una compañía platanera internacional se ha instalado en Macondo. Los bajos salarios que paga a los trabajadores provocan una huelga. José Arcadio Segundo, nieto del coronel Aureliano Buendía y capataz de la compañía, será el único superviviente a la terrible matanza de tres mil personas indefensas, experiencia que lo marcará para toda su vida.

La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitroso en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de la Calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre, cansada, exhaló un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el coronel Carlos Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación un grito de muerte desgarró el encantamiento: “Aaaay, mi madre”. Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada comenzaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense al suelo! iTírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio a una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.


El fin de Macondo
De la numerosa estirpe de los Buendía, tras seis generaciones, sólo quedan en la casa familiar Amaranta Úrsula (abandonada por su marido) y su sobrino Aureliano Babilonia, quienes se enamoran, sin conocer su parentesco. En su hijo se cumplirá la maldición. A la vez, Aureliano, logrará descifrar los misteriosos manuscritos de Melquíades, el gitano al que conoció el coronel Aureliano Buendía, cuando era niño.

Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado por amor.
-Es todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
-No -la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni recordaban las pavorosas admioniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podría cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible. Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra su voluntad, y se reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
Aureliano no comprendió hasta entonces cuánto quería a sus amigos, cuánta falta le hacían, y cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado [ ... ]
Al amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño. No lo encontró en la canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego para pensar. Se derrumbó en el mecedor, el mismo en que se sentó Rebeca en los tiempos originales de la casa para dictar lecciones de bordado, y en el que Amaranta jugaba damas chinas con el coronel Gerineldo Márquez, y en el que Amaranta Úrsula cosía la ropita del niño, y en aquel relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado. Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el radiante amanecer de febrero.
Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos, perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.
Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda para no dejarse perturbar por ninguna tentación del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino. Los encontró intactos, entre las plantas prehistóricas y los charcos humeantes y los insectos luminosos que habían desterrado del cuarto todo vestigio del paso de los hombres por la tierra, y no tuvo serenidad para sacarlos a la luz, sino que allí mismo, de pie, sin la menor dificultad, como si hubieran estado escritos en castellano bajo el resplandor deslumbrante del mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del Emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amar¡llas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
(GARCÍA MÁRQUEZ)


II EL TEATRO

Conción del autor dramático

Soy un autor dramático. Muestro
lo que he visto. Y he visto mercados de hombres
donde se comercia con el hombre. Esto
es lo que yo, autor dramático, muestro.

Cómo se reúnen en habitaciones para hacer planes
a base de porras de goma o de dinero,
cómo están en la calle y esperan,
cómo unos a otros se preparan trampas
llenos de esperanza,
cómo se citan,
cómo se ahorcan mutuamente,
cómo se aman,
cómo defienden su presa,
cómo devoran...

Esto es lo que muestro.

(Bertold BRECHT)

Galileo
En el palacio de la Legación florentina en Roma, los discípulos de Galilei esperan noticias.

ANDREA.- ¡Se resiste! ¡Oh, dichosos de nosotros!
EL PEQUEÑO MONJE.- ¡No se retracta! (Se abrazan.)
ANDREA.- Quiere decir que con la violencia no se puede lograr todo. Quiere decir: se puede vencer también la insensatez, que no es invulnerable. Quiere decir., ¡el hombre no teme a la muerte!
FEDERZONI.- Ahora comienza realmente la era del saber. ¡Pensad si él se hubiera retractado!
EL PEQUEÑO MONJE.- No lo dije, pero estaba muy preocupado. Yo, hombre de poca fe.
ANDREA.- ¡Pero yo lo sabía!
FEDERZONI.- Hubiera sido como si después de amanecer llegara de nuevo la noche.
ANDREA.- Ahora todo es distinto. El hombre, el martirizado, levanta su cabeza y dice: yo puedo vivir. Y todo se ha ganado cuando sólo uno se levanta y dice: ¡no! (La campana de San Marcos comienza a sonar. Todos quedan paralizados. Desde la calle se oye la lectura de la retractación de Galilei.)

UNA VOZ.- Yo, Galileo Galilei, maestro de matemáticas y de física de Florencia, abjuro solemnemente lo que he enseñado: que el sol es el centro del mundo y está inmóvil en su lugar, y que la tierra no es su centro y no se halla inmóvil. Abjuro, maldigo y abomino, con honrado corazón y con fe no fingida, todos los errores y herejías, así como también todo otro error u opinión que se oponga a la Santa Iglesia.» (Oscurece. Cuando aclara nuevamente, todavía suena la campana, que luego calla.)
FEDERZONI.- Nunca te pagó un centavo por tu trabajo. Ni pudiste comprar un pantalón, ni tampoco te fue posible publicar algo por tu cuenta. Eso lo sufriste «porque se trabajaba por la ciencia».
ANDREA.- ¡Desgraciada la tierra que no tiene héroes! (Galileo ha entrado muy cambiado por el proceso, casi irreconocible. Espera en la puerta un saludo. Al ver que sus discípulos lo rehuyen, se dirige hacia adelante, lento e inseguro a causa de su vista defectuosa.) No quiero verlo. Que se vaya.
FEDERZONI.- Tranquilízate.
ANDREA.- (A Galilei, en la cara.) ¡Borracho! ¡Tragón! ¿Salvaste tu tripa, eh?
GALILEI.- No. Desgraciada la tierra que necesita héroes.
LECTURA.- (Delante del telón.) ¿No es claro acaso que un caballo que cae de una altura de tres o cuatro varas puede romperse las patas, mientras que un perro no sufre ningún daño? Lo mismo ocurre con un grillo que cayera de una torre o con una hormiga que cayera de la luna. La opinión general de que las máquinas grandes y pequeñas tienen la misma resistencia es evidentemente errónea. (Galileo: “Discursos”)
(Bertold BRECHT.)


III LA POESÍA
Vendrá la muerta y tendrá tus ojos
“No conoces los montes”

No conoces los montes
donde corrió la sangre.
Todos huimos,
todos dejamos allí
el arma y el nombre. Una mujer
nos miraba escapar.
Sólo uno de los nuestros
se paró, cerró el puño,
miró al cielo vacío,
inclinó la cabeza y murió
bajo el muro, en silencio.
Ahora es sólo una mancha de sangre
y su nombre. Una mujer
nos espera en los montes.
(Cesare PAVESE)

Motivos del son
Búcate plata

Búcate plata,
búcate plata,
porque no doy un paso má
etoy a arró con galleta,
na má,
Yo bien sé cómo está to,
pero viejo, hay que comer.
búcate plata,
búcate plata,
porque me voy a correr.

Depué dirán que soy mala,
y no me querrán tratar,
pero amor con hambre, viejo,
¡qué va!
Con tanto zapato nuevo
¡qué va!
Con tanto reló, compadre,
iqué va!
Con tanto lujo, mi negro,
¡qué va!
(Nicolás GUILLÉN)

Canto general.
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado.
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados.
Mírame desde el fondo de la tierra,
labrador, tejedor, pastor callado:
domador de guanacos tutelares:
albañil del andamio desafiado:
aguador de las lágrimas andinas:
joyero de los dedos machacados:
agricultor temblando en la semilla:
alfarero en tu greda derramado:
traed a la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
Mostradme vuestra sangre y vuestro surco,
decidme: aquí fui castigado,
porque la joya no brilló o la tierra
no entregó a tiempo la piedra o el grano:
señaladme la piedra en que caísteis
y la madera en que os crucificaron,
encendedme los viejos pedernales,
las viejas lámparas, los látigos pegados
a través de los siglos en las llagas
y las hachas de brillo ensangrentado.
Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado,
contadme todo, cadena a cadena,
eslabón a eslabón, y paso a paso,
afilad los cuchillos que guardasteis,
ponedlos en mi pecho y en mi mano,
como un río de rayos amarillos,
como un río de tigres enterrados,
y dejadme llorar, horas, días, años,
edades ciegas, siglos estelares.

Dadme el silencio, el agua, la esperanza.

Dadme la lucha, el hierro, los volcanes

Apegadme los cuerpos como imanes.

Acudid a mis venas y a mi boca.

Hablad por mis palabras y mi sangre.
(Pablo NERUDA)

España, aparta de mí este cáliz
Lo han matado obligándole a morir
a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquél
que nació muy niñín, mirando al cielo,
y que luego creció, se puso rojo
y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.
Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vázquez,
a la hora del fuego, al año del balazo
y cuando andaba cerca ya de todo.
Pedro Rojas, así, después de muerto,
se levantó, besó su catafalco ensangrentado,
lloró por España
y volvió a escribir con el dedo en el aire:
“-¡Viban los compañeros! Pedro Rojas”.
Su cadáver estaba lleno de mundo.
(César VALLEJO)

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