_________________________________________________________________________________
III. "EL SERMÓN DEL FUEGO" (fragmento)
El pabellón del río está roto; los últimos dedos de las
hojas
se aferran y hunden en la mojada orilla. El viento
cruza la tierra parda, sin ser oído. Las ninfas se han marchado.
Dulce Támesis, corre suavemente hasta que acabe mi
canto.
El río no lleva botellas vacías, papeles de bocadillos,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas
ni otros testimonios de noche de verano. Las ninfas se han marchado.
Y sus amigos, los ociosos herederos de consejeros de la City,
se han marchado, sin dejar señas.
Junto a las aguas del Leman me senté a llorar...
Dulce Támesis, corre suavemente, pues no hablo alto ni
largo.
Pero a mi espalda en fría ráfaga escucho
el entrechocar de los huesos, y el risoteo extendido de
oreja a oreja.
_________________________________________________________________________________
Leche negra del alba la bebemos al atardecer
la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que
escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro
Margarete
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas
silba llamando a sus perros
silba y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocar ahora música de baile
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que
escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro
Margarete
Tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en los aires
allí no hay estrechez
Grita cavad más hondo en el reino de la tierra los unos y los
otros cantad y tocad
echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules
hincad más hondo las palas los unos y los otros volved a tocad
música de baile
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y a la mañana te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita y él juega con serpientes
Grita tocad más dulcemente a la. muerte la muerte es un
maestro de Alemania
grita tocad más sombríamente los violines luego subiréis como
humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes allí no hay estrechez.
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania su
ojo es azul
te alcanza con bala de plomo te alcanza certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
atiza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el
aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de
Alemania
tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita
_________________________________________________________________________________
_________________________________________________________________________________
II. LA NOVELA
_____________________________________
o si no es eso habrá sido
cualquier putilla con la que se ha enredado en algún sitio o la ha pescado a
escondidas si le conocieran tan bien como yo sí porque anteayer estaba
garrapateando algo como una carta cuando yo entré en la salita por cerillas
para enseñarle lo de la muerte de Dignam en el periódico como si algo me lo
hubiera dicho y él lo tapó con el secante haciendo como que pensaba en negocios
así que muy probablemente eso era para alguna que se imagina que le ha
conquistado porque todos los hombres se ponen un poco así a su edad
especialmente para los cuarenta como él ya va ahora con vistas a sacarle todo
el dinero que pueda no hay tonto como un tonto viejo y luego el acostumbrado
beso en el culo para esconderlo no es que me importe un pito con quién lo hace
ni a quién había conocido antes así aunque me gustaría averiguarlo con tal de
que no los tenga a los dos delante de las narices todo el tiempo como aquella
sinvergüenza la Mary
que tuvimos en Ontario Terrace poniéndose rellenos falsos en el trasero para
excitarle ya está mal sentir cómo echa él el olor de esas mujeres pintadas una
vez tuve sospechas al hacerle que se me acercara cuando le encontré el pelo
largo en la chaqueta sin contar la vez que entré en la cocina y él haciendo
como que bebía agua
____________________________________________________________________________________________________________
III. TEATRO
_____________________________________
Ubú rey
(EN LA SALA DE CONSEJOS DEL PADRE
UBÚ.)
PADRE UBÚ.-
Señores, se abre la sesión. Traten de escuchar atentamente y de mantenerse
tranquilos. En primer lugar, pasaremos revista al capítulo Hacienda. Luego
hablaremos de cierto sistema que he imaginado para provocar buen tiempo y
evitar la lluvia.
EL CONSEJERO.- Muy
bien, señor Ubú.
MADRE UBÚ.-
¡Estúpido hombre!
PADRE UBÚ.-
Cuidado, señora de mierdra. No estoy dispuesto a aguantar vuestras simplezas...
Como íbamos diciendo, señores, el Tesoro va pasablemente bien. Un considerable
número de sabuesos con calzas de lana se lanzan cada mañana a las calles, y no
lo hacen mal, no, los salopines. Por todas partes se ven casas ardiendo y gente
agobiada bajo el peso de nuestras phinanzas.
EL CONSEJERO.- ¿Y
los nuevos impuestos, señor Ubú? ¿Van funcionando?
MADRE UBÚ.- En
absoluto. El impuesto sobre matrimonios sólo ha producido once céntimos hasta
ahora. Y eso que el padre Ubú persigue a la gente hasta el infierno para
obligarla a casarse.
PADRE UBÚ.-
¡Charrasco de plata! ¡Cuerno de mi panza! ¡Aprendiz de hacendista! Creo que
tengo dos orejas para hablar y vos una boca para escucharme... (Carcajadas
de los presentes.) ¡O más bien al revés, mierdra! ¡Me hacéis equivocar y
sois la responsable de que parezca tonto! ¡Pero por el cuerno de Ubú...! (Entra
un mensajero.) ¿Y ahora qué? ¿Qué le pasa a éste? Desaparece, cochino, o
acabarás en mi talega, previa degollación y quebrantadura de piernas.
MADRE UBÚ. - ¡Ah!
Ya se ha ido. Pero ha dejado una carta.
PADRE UBÚ.- Léela.
0 estoy perdiendo inteligencia, o es que no sabía leer. Date prisa, simplesca.
Debe ser de Bordura.
MADRE UBÚ.- Exactamente.
Dice que el zar le ha acogido muy bien. Que van a invadir tus estados para
reponer en el trono a Bugrelao, y que a ti te matarán.
PADRE UBÚ.- ¡Oh,
oh! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Muero ya! ¿Qué ocurrirá, gran Dios? ¡Oh, pobre
de mí! ¡Ese hombre terrible va a matarme! iProtegedme, por favor, san Antonio y
todos los santos! ¡Os procuraré phinanza y os encenderé muchas velas! ¿Qué será
de mí, Señor? (Llora y hace pucheros.)
___________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
14. LITERATURA RELIGIOSA Y EXISTENCIAL
II LA ANGUSTIA EXISTENCIAL
_____________________________________________________
La metamorfosis
Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las
perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas
más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este
respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente
buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía
que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio de piso; ahora
querían cambiarse a un piso más pequeño y más barato, pero mejor ubicado y,
sobre todo, más práctico que el actual, que había sido escogido por Gregor.
Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al
mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos
tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se
había convertido en una joven lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose
casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de
buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos
sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se
levantó primero y estiró su cuerpo joven.
________________________________________
Ojalá
un día, a la salida de esta cruel visión,
mi
canto de júbilo y gloria alcance a los ángeles que están conformes.
Que
de las teclas claramente pulsadas del corazón
ninguna
falle, tocando en cuerdas blandas, dudosas
o
rotas. Que el flujo de mi rostro
me
haga más luminoso: que el llanto imperceptible
florezca.
¡Oh, qué queridas me seréis entonces, noches,
doloridas!
¿Por qué no os recibiría yo de rodillas, hermanas
inconsolables,
por qué no me entregará, más suelto,
a
vuestra suelta cabellera? Nosotros,
derrochadores de los dolores.
¡Cómo
nuestros ojos, adelantándose, los buscan con triste
persistencia,
a
ver si acaban o no! Pero ellos son,
ciertamente,
nuestro
follaje perenne de invierno, nuestra oscura pervinca,
una
de las estaciones del año interior -no sólo
tiempo-,
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, residencia.
__________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
_________________________________________________________________________________
____________________________
La cantante calva
(Silencio. El reloj suena siete veces. Silencio.
El reloj suena tres veces.
Silencio. El reloj suena. No suena.)
SR. SMITH.- (Con su
periódico.) Vaya, aquí dice que Bobby Watson murió.
SRA. SMITH.- ¡Dios
mío, el pobre! ¿Cuándo murió?
SR. SMITH.- ¿Por
qué pones esa cara de asombro? Ya lo sabías. Murió hace dos años. ¿Te acuerdas?
Fuimos a su entierro hace año y medio.
SRA. SMITH.- Claro
que me acuerdo. Me acordé enseguida, pero no comprendo por qué tú te asombraste
tanto al ver eso en el periódico.
SR. SMITH.- No
estaba en el periódico. Ya hace tres años que hablamos de su defunción. Me
acordé por asociación de ideas.
SRA. SMITH.-
¡Lástima! ¡Estaba tan bien conservado!
SR. SMITH.- Era el
más lindo cadáver de Gran Bretaña. No parecía tener su edad. ¡Pobre Bobby!
Hacía cuatro años que había muerto y todavía estaba caliente. Un verdadero
cadáver vivo. iY qué alegre era!
SRA. SMITH.- La
pobre Bobby.
SR. SMITH.- Querrás
decir el pobre Bobby.
SRA. SMITH.- No.
Pienso en su mujer. Se llamaba como él, Bobby, Bobby Watson. Como tenían el
mismo nombre, no se podía distinguir a uno del otro cuando se les veía juntos.
No fue sino después de la muerte de él, cuando pudo verdaderamente saberse
quién era uno y quién el otro. Sin embargo, aun ahora hay gentes que la
confunden con el muerto y le presentan sus condolencias. ¿Tú la conoces?
SR. SMITH.- No la
he visto más que una vez en el entierro de Bobby.
SRA. SMITH.- Yo no
la he visto nunca. ¿Es bonita?
SR. SMITH.- Tiene
rasgos normales y, sin embargo, no puede decirse que sea bonita. Es demasiado
grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son normales, y sin embargo puede
decirse que es muy bonita. Es un poco demasiado pequeña y demasiado flaca. Es
profesora de canto. (El reloj suena cinco veces. Larga pausa.)
SRA. SMITH.- ¿Y
cuándo piensan casarse?
SR. SMITH.- La
primavera próxima, a más tardar.
SRA. SMITH.-
Tendremos sin duda que ir a su boda.
SR. SMITH.-
Tendremos que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál.
SRA. SMITH.- ¿Por
qué no ofrecerles uno de los siete platos de plata que nos dieron de regalo de
bodas y que nunca nos han servido para nada?
_________________________________________________________________________________
ESTRAGÓN.-
Delicioso lugar. (Se vuelve, mira hacia el público.) Semblantes alegres.
(Se vuelve hacia Vladimir.) Vayámonos.
VLADIMIR.- No
podemos.
ESTRAGÓN.- ¿Por
qué?
VLADIMIR.-
Esperamos a Godot.
ESTRAGÓN.- Es
cierto. (Pausa.) ¿Estás seguro de que es aquí?
VLADIMIR.- ¿Qué?
ESTRAGÓN.- Donde
hay que esperar.
VLADIMIR.- Dijo
delante del árbol. (Lo miran.) ¿Ves algún otro?
ESTRAGÓN.- ¿Qué es?
VLADIMIR.- Parece
un sauce llorón.
ESTRAGÓN.- ¿Dónde
están las hojas?
VLADIMIR.- Debe de
estar muerto.
ESTRAGÓN.- Basta de
lloros.
VLADIMIR.- Salvo
que no sea ésta la estación.
ESTRAGÓN.- ¿No será
más bien un arbolito?
VLADIMIR.- Un
arbusto.
ESTRAGÓN.- Un
arbolito.
VLADIMIR.- Un... (Se
contiene.) ¿Qué insinúas? ¿Que nos hemos equivocado de lugar?
ESTRAGÓN.- Ya
debería de estar aquí.
VLADIMIR.- No
aseguró que vendría.
ESTRAGÓN.- ¿Y si no
viene?
VLADIMIR.-
Volveremos mañana.
ESTRAGÓN.- Y pasado
mañana.
VLADIMIR.- Quizás.
ESTRAGÓN.- Y así
sucesivamente.
VLADIMIR.- Es
decir...
ESTRAGÓN.- Hasta
que venga.
VLADIMIR.- Eres
implacable.
ESTRAGÓN.- Ya
vinimos ayer
VLADIMIR.- ¡Ah, no!
En eso te equivocas.
ESTRAGÓN.- ¿Qué
hicimos ayer?
VLADIMIR.- ¿Que qué
hicimos ayer?
ESTRAGÓN.- Sí.
VLADIMIR.- Me
parece... (Se pica.) Para sembrar dudas, eres único.
ESTRAGÓN.- Creo que
estuvimos aquí.
VLADIMIR.- (Mira
alrededor) ¿El lugar, te resulta familiar?
ESTRAGÓN.- No he
dicho eso.
VLADIMIR.-
¿Entonces?
ESTRAGÓN.- Eso no
importa.
VLADIMIR.- Sin
embargo... este árbol... (Se vuelve hacia el público.) Esa turba...
ESTRAGÓN.- ¿Estás
seguro de que era esta noche?
VLADIMIR.- ¿Qué?
ESTRAGÓN.- Cuando
debíamos esperarle.
VLADIMIR.- Dijo
sábado. (Pausa.) Creo.
ESTRAGÓN.- Después
del trabajo.
VLADIMIR.- Debí
apuntarlo. (Registra en sus bolsillos repletos de toda clase de porquerías)
ESTRAGÓN.- Pero,
¿qué sábado? Además, ¿hoy es sábado? ¿No será domingo? ¿O lunes? ¿O viernes?
VLADIMIR.- (Mira
enloquecido alrededor, como si la fecha estuviera escrita en el paisaje.)
No es posible.
ESTRAGÓN.- O
jueves.
VLADIM IR. - ¿Qué
podemos hacer?
ESTRAGÓN.- Si ayer
por la noche se molestó por nada, puedes muy bien suponer que hoy no vendrá.
VLADIMIR.- Pero
dices que ayer noche vinimos.
ESTRAGÓN.- Puedo
equivocarme. (Pausa.) Callemos un momento, ¿quieres?
VLADIMIR.- (Débilmente.)
Bien. (Estragón se sienta en el suelo. Vladimir recorre el escenario,
agitado, deteniéndose de vez en cuando para escrutar el horizonte. Estragón se
duerme. Vladimir se detiene ante él.) Gogo... (Silencio.) Gogo... (Silencio.)
¡GOGO!
ESTPAGÓN.- (Despierta
sobresaltado y regresa al horror de la situación.) Dormía. (Con
reproche.) ¿Por qué nunca me dejas dormir?
VLADIMIR.- Me
sentía solo.
ESTRAGÓN.- Tuve un
sueño.
VLADIMIR.- ¡No me
lo cuentes!
ESTRAGÓN.- Soñaba que...
VLADIMIR.- ¡NO ME
LO CUENTES!
ESTRAGÓN.- (Con
un gesto hacia el universo.) ¿Te basta esto? (Silencio.) No eres
nada amable, Didi. ¿A quién quieres que cuente mis pesadillas más íntimas sino
a ti?
VLADIMIR.- Que
sigan siendo muy íntimas. De sobra sabes que no las soporto.
ESTRAGÓN.- (Con
frialdad.) A veces me pregunto si no sería mejor que nos separásemos.
Entran Pozzo y
Lucky. Aquél conduce a éste por medio de una cuerda anudada al cuello, de modo
que primero sólo se ve a Lucky seguido de la cuerda, lo bastante larga como
para que puede llegar al centro del escenario antes de que aparezca Pozzo.
Lucky lleva una pesada maleta, una silla plegable, un cesto de provisiones y un
abrigo (en el brazo); Pozzo, un látigo.
POZZO.- (Entre
bastidores). ¡Más rápido! (Chasquido del látigo. Entra. Cruzan el escenario.
Lucky pasa ante Vladimir y Estragón y sale. POZZO, al verlos, se detiene. La cuerda se tensa. Pozzo tira violentamente de ella.) ¡Atrás!
(Ruido de caída. Lucky ha caído con toda la carga. Vladimir y Estragón le miran
indecisos entre el deseo de ayudarle y el temor de mezclarse en lo que no les
incumbe. Vladimir avanza un paso hacia Lucky. Estragón le retiene por la
manga.)
VLADIMIR.- ¡Déjame!
ESTRAGÓN.- Cálmate.
POZZO.- ¡Cuidado!
Es malo. (Estragón y Vladimir lo miran.) Con los desconocidos.
ESTRAGÓN.- (En voz
baja.) ¿Es él?
VLADIMIR.- ¿Quién?
ESTRAGÓN.- Vamos...
VLADIMIR.- ¿Godot?
ESTRAGÓN.- Claro.
POZZO.- Me
presento: Pozzo.
VLADIMIR.- ¡Qué va!
ESTRAGÓN.- Ha dicho
Godot.
VLADIMIR.- ¡Qué va!
ESTRAGÓN.- (A
Pozzo) ¿No es usted el señor Godot, señor?
POZZO.- (Voz
espeluznante.) ¡Soy Pozzo! (Silencio.) ¿No les dice nada este nombre?
(Silencio.) Les pregunto si este nombre no les dice nada. (Vladimir y Estragón
se interrogan con la mirada.) ESTRAGÓN.- (Fingiendo pensar.) Bozo... Bozzo...
VLADIMIR.- (Igual) Pozzo...
POZZO.- iPPPPOZZO!
ESTRAGÓN.-
¡Ah! Pozzo... Veamos... Pozzo...
VLADIMIR.- ¿Pozzo o
Bozzo?
ESTRAGÓN.- Pozzo...
no, no me dice nada.
VLADIMIR.-
(Conciliador.) Conocí a una familia Gozzo. La madre bordaba. (Pozzo avanza,
amenazador)
ESTRAGÓN.- (Con
vivacidad.) No somos del lugar, señor.
POZZO.- (Se detiene.)
Sin embargo, son seres humanos. (Se pone las gafas.) Por lo que veo. (Se quita
las gafas.) De mi misma especie. (Rompe a reír a carcajadas.) ¡De la misma
especie que Pozzo! ¡De origen divino!
VLADIMIR.- Es
decir...
POZZO.- (Tajante.)
¿Quién es Godot?
ESTRAGÓN.- ¿Godot?
POZZO.- Ustedes me
han tomado por Godot.
VLADIMIR.- ¡Oh, no,
señor, ni por un momento, señor!
POZZO.- ¿Quién es?
VLADIMIR.- Bueno,
es un... es un conocido.
ESTRAGÓN.- No, no,
qué va, apenas lo conocemos.
VLADIMIR.-
Evidentemente... no le conocemos demasiado..., pero de todos modos...
ESTRAGÓN.- Yo, ni
le reconocería.
POZZO.- Ustedes me
han tomado por él.
ESTRAGÓN.-
Bueno..., la oscuridad..., la fatiga..., la debilidad... la espera...
Confieso..., creí... por un momento...
VLADIMIR.- ¡No le
crea, señor, no le crea!
POZZO.- ¿La espera?
¿Entonces, le esperaban?
VLADIMIR.- Bueno...
POZZO.- ¿Aquí? ¿En
mis propiedades?
VLADIMIR.- No
creíamos hacer nada malo.
ESTRAGÓN.- Teníamos
buenas intenciones.
POZZO.- El camino
es de todos.
VLADIMIR.- Es lo que
dijimos.
POZZO.- Es una
vergüenza, pero así es.
ESTRAGÓN.- No hay
nada que hacer.
POZZO.- (Con gesto
ampuloso.) No hablemos más del asunto! (Tira de la cuerda.) ¡En pie! (Pausa.)
Cada vez que se cae se duerme. (Tira de la cuerda.) ¡En pie, carroña! (Ruido de
Lucky que se levanta y recoge su carga.) ¡Atrás! (Lucky entra retrocediendo.)
¡Quieto! (Lucky se detiene.) ¡Vuélvete! (Lucky se vuelve. A Vladimir y
Estragón, amable.) Amigos míos, me siento feliz por haberles encontrado.
El sol se pone. La luna sale. Vladimir permanece inmóvil.
Estragón se despierta, se descalza, se pone en pie, con los zapatos en la mano.
Los deja delante de la rampa, se dirige hacia Vladimir, le mira.
ESTRAGÓN.- ¿Qué te
ocurre?
VLADIMIR.- Nada.
ESTRAGÓN.- Yo me
voy.
VLADIMIR.- Yo
también. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿He
dormido mucho?
VLADIMIR.- No sé.
(Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿A dónde
iremos?
VLADIMIR.- No muy
lejos.
ESTRAGÓN.- ¡No, no,
vayámonos muy lejos de aquí!
VLADIMIR.- No
podemos.
ESTRAGÓN.- ¿Por
qué?
VLADIMIR.- Mañana
debemos volver.
ESTRAGÓN.- ¿Para qué?
VLADIMIR.- Para
esperar a Godot.
ESTRAGÓN.- Es
cierto. (Pausa.) ¿No ha venido?
VLADIMIR.- No.
ESTRAGÓN.- Y ahora
ya es demasiado tarde.
VLADIMIR.- Sí, es
de noche.
ESTRAGÓN.- ¿Y si lo
dejamos correr? (Pausa.) ¿Y si lo dejamos correr?
VLADIMIR. - Nos castigaría.
(Silencio. Mira el árbol) Sólo el árbol vive.
ESTRAGÓN.- (Mira el
árbol) ¿Qué es?
VLADIMIR.- El
árbol.
ESTRAGÓN.- No. ¿Qué
clase de árbol?
VLADIMIR.- No
sé. Un sauce.
ESTRAGÓN.- Ven a
ver. (Arrastra a Vladimir hacia el árbol. Quedan inmóviles ante él. Silencio.)
¿Y si nos ahorcáramos?
VLADIMIR.- ¿Con
qué?
ESTRAGÓN.- ¿No
tienes un trozo de cuerda?
VLADIMIR.- No.
ESTRAGÓN.- Pues no
podemos.
VLADIMIR.-
Vayámonos.
ESTRAGÓN.- Espera,
podemos hacerlo con mi cinturón.
VLADIMIR.- Es
demasiado corto.
ESTRAGÓN.- Tú me
tiras de las piernas.
VLADIMIR.- ¿Y quién
tirará de las mías?
ESTRAGÓN.- Es
cierto.
VLADIMIR.- De todos
modos, déjame ver. (Estragón desata la cuerda que sujeta su pantalón. Éste,
demasiado amplio, le cae sobre los tobillos. Mira la cuerda.) La verdad, creo
que podría servir. ¿Resistirá?
ESTRAGÓN.-
Probemos. Toma. (Cada uno coge un extremo de la cuerda y tiran. La cuerda se
rompe y están apunto de caer)
VLADIMIR.- No sirve
para nada. (Silencio.)
ESTRAGÓN.- ¿Dices
que mañana hay que volver?
VLADIMIR.- Sí.
ESTRAGÓN.- Pues nos
traeremos una buena cuerda.
VLADIMIR.- Eso es.
(Silencio.)
ESTRAGÓN.- Didi.
VLADIMIR.- Sí.
ESTRAGÓN.- No puedo
seguir así.
VLADIMIR.- Eso es
un decir.
ESTRAGÓN.- ¿Y si
nos separásemos? Quizá sería lo mejor.
VLADIMIR.- Nos ahorcaremos
mañana. (Pausa.) A menos que venga Godot.
ESTRAGÓN.- ¿Y si
viene?
VLADIMIR.- Nos
habremos salvado. (Se quita el sombrero -el de Lucky-, mira el interior, pasa
la mano por dentro, lo sacude, se lo cala.)
ESTRAGÓN.- ¿Qué?
¿Nos vamos?
VLADIMIR.- Súbete
los pantalones.
ESTRAGÓN.- ¿Cómo?
VLADIMIR.- Súbete
los pantalones.
ESTRAGÓN.- ¿Que me
quite los pantalones?
VLADIMIR.- Súbete
los pantalones.
ESTRAGÓN.- Ah, sí,
es cierto. (Se sube los pantalones. Silencio.)
VLADIMIR.- ¿Qué?
¿Nos vamos?
ESTPAGÓN.- Vamos.
(No se mueven.)
___________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
15. LITERATURA SOCIAL
I.
NOVELA
______________________________________________
¿Por quién doblan las campanas?
Hiciste
lo que tenías que hacer y sabías que estabas en lo cierto. Entonces conociste
el éxtasis de la batalla, con la boca seca y con el terror que apunta, aun sin
llegar a dominar, y luchaste aquel verano y aquel otoño por todos los pobres
del mundo, contra todas las tiranías, por todas las cosas en las que creías y
por un mundo nuevo, para el que tu educación te había preparado. Aquel invierno
aprendiste a sufrir y a despreciar el sufrimiento en los largos periodos de
frío, de humedad y barro, de cavar y construir fortificaciones. Y la sensación
del verano y del otoño desaparecía bajo el cansancio, la falta de sueño, la
inquietud y la incomodidad. Pero aquel sentimiento estaba allí aún y todo lo
que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días cuando
sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo...
_________________________________________________________________________________
Carta a una señorita en París
De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No
es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que
avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que vaya vomitar un conejito, me pongo
dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta
la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz
e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y
en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece
contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como
un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en
la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el
conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi
piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de
un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de
cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo
pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado.
_________________________________________________________________________________
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de
nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años,
por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa
cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer
los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba
montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo
una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa
arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los
calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las
maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por
donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta
detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia -pregonaba
el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José
Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el
ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era
posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la
tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve».
Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los
gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes
imantados. Ursula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para
ensanchar su desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirle. «Muy
pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante
varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo
a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de
hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró
desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un
cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabozo
lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su
expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto
calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo
de mujer.
La matanza de la estación
La
situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y
sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para
que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y
Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder
en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se
concentró en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una
reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el
coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las
circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitroso en el paladar,
desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras
alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera
estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren
que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños,
habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban
en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras.
Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían
trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de la Calle de los Turcos, y la
gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante.
Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría
hasta el día siguiente. La muchedumbre, cansada, exhaló un suspiro de desaliento.
Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde
había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un
toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza,
muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le
pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que
oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la
nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se
lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el
Decreto Número 4 del jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por
el coronel Carlos Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García
Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas
cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído
el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán
sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono
hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras
y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen
cinco minutos para retirarse.
La
rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el
principio del plazo. Nadie se movió.
-Han
pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se
hará fuego.
José
Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó
a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José
Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz
ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la
mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio
y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por
la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las
cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones!
-gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
Al
final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de
alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras
le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las
ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se
escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes,
pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro,
entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad
instantánea. De pronto, a un lado de la estación un grito de muerte desgarró el
encantamiento: “Aaaay, mi madre”. Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un
rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una
descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de
levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la
muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos
años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos
seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por
encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el
terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada
del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada comenzaba a
llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces
gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense
al suelo! iTírense al suelo!
Ya
los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de
metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a
la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en
una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido
contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde
también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando
en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque
sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una
cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio a
una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio,
misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el
instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel
colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del
alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido
tantos animalitos de caramelo.
Un
domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto.
La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo
subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con
galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un
varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un
Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los
ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la
estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su
vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado
por amor.
-Es
todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
-No
-la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después
de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento
azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo
cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el
resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No
se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar,
ni recordaban las pavorosas admioniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de
tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podría cortarse
cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar
en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible.
Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza,
pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas,
ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado
Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no
estaba hecha para morirse contra su voluntad, y se reventaba de risa con los
recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a Aureliano lo
abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la
estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del
lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio,
infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula
era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de
veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el
caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la
cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
Aureliano
no comprendió hasta entonces cuánto quería a sus amigos, cuánta falta le
hacían, y cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al
niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al
cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un
desfiladero de regreso al pasado [ ... ]
Al
amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de
su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño. No lo encontró en la
canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo
que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero
el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al
llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el
corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al
comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las
sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño
en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de
que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le
proporcionó una pausa de sosiego para pensar. Se derrumbó en el mecedor, el
mismo en que se sentó Rebeca en los tiempos originales de la casa para dictar
lecciones de bordado, y en el que Amaranta jugaba damas chinas con el coronel
Gerineldo Márquez, y en el que Amaranta Úrsula cosía la ropita del niño, y en
aquel relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre
su alma el peso abrumador de tanto pasado. Herido por las lanzas mortales de
las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los
rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el
radiante amanecer de febrero.
Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que
todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus
madrigueras por el sendero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No
porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante
prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el
epígrafe de los pergaminos, perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de
los hombres: El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último
se lo están comiendo las hormigas.
Aureliano
no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus
muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas
con las crucetas de Fernanda para no dejarse perturbar por ninguna tentación
del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba
escrito su destino. Los encontró intactos, entre las plantas prehistóricas y
los charcos humeantes y los insectos luminosos que habían desterrado del cuarto
todo vestigio del paso de los hombres por la tierra, y no tuvo serenidad para
sacarlos a la luz, sino que allí mismo, de pie, sin la menor dificultad, como
si hubieran estado escritos en castellano bajo el resplandor deslumbrante del
mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la historia de la familia,
escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de
anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y
había cifrado los versos pares con la clave privada del Emperador Augusto, y
los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que
Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de
Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el
tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios
cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el
hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que
el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones
de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del
mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos
gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por
incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este
punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto.
Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de
murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las
nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba
descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se
dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de
una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los
caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia
concepción entre los alacranes y las mariposas amar¡llas de un baño
crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le
entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda
arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las
puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó
los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana,
sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que
ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar
el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un
pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán
bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos
demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo,
descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de
descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un
espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y
averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de
llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto,
pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería
arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante
en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo
escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la
tierra.
__________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
Canción del autor dramático