No me importa que ames
o que te amen, pues lo que yo adoro
en ti tú no lo sabes, alma,
ni lo saben los otros.
Jamás te has visto, nunca
te verán, cual mis ojos
te vieron y te ven –como mi vida
encarnada en el pálido tesoro
de tu cuerpo invisible,
pues que es la carne de mi alma–.
Solo
me quedaré cuando te vayas,
o te lleven los otros,
de la verdad inalterable y pura
que a tu vivir le puedo dar yo solo.
Tú acompañas mi llanto, marzo triste,
con tu agua.
–Jardín, ¡cómo tus rosas nuevas
se pudren ya en el fondo de mi alma!}
Indiferencia y frío.
Las imájenes castas
que coloré en el fondo
de mi ilusión romántica,
mezclan su color, pálidas pinturas,
en la lágrima cálida y callada.
¡Oh, todo lo que iba
a ser mío!
Pasó todo.
¡Qué falsa
verdad la de un instante, vida!
Me parece
que fuiste, amor, estatua
de nieve, que la primavera,
como a su cielo gris, deshace en lágrimas.
Lloro porque no eres mi sueño... Lloras
porque no eres mi sueño...
Y de tus brazos
caídos, en el frío desaliento
de no serlo, los nardos
de tu blancura inútil
ruedan bajo tus grandes ojos mansos.
Las palabras –¡palabras!-
se acabaron.
¡Qué hacer ya! ¿Qué camino
seguir?... ¿Y para qué?
...La tarde
muere, lloviendo, en un ocaso
abierto, transparente,
apasionado,
que es como el fin... ¿de qué?
Mudo, te miro
sin verte.
Tú, en la sombra,
te miras sollozando...
Cuando cojo este libro,
súbitamente se me pone limpio
el corazón, lo mismo
que un pomo cristalino.
–Me da luz en mi espíritu,
luz pasada por mirtos vespertinos,
sin ver yo sol alguno...–
¡Qué rico me lo siento! Como un niño
que no ha gastado nada de su vivo
tesoro, y aun lo espera todo de sus lirios
–la muerte es siempre para los vecinos–,
todo lo que es sol: gloria,
aurora, amor, domingo.
Amo el paisaje verde por el lado del río.
El sol, entre la fronda, ilusiona el poniente;
y, sobre flores de oro, el pensamiento mío,
crepúsculo del alma, se va con la corriente.
¿Al mar? ¿Al cielo? Qué sé yo... Las estrellas
suelen bajar al agua, traídas por la brisa…
Medita el ruiseñor... Las penas son más bellas,
y sobre la tristeza florece la sonrisa.
Los caminos de la tarde
se hacen uno, con la noche.
Por él he de ir a ti,
amor que tanto te escondes.
Por él he de ir a ti,
como la luz de los montes,
como la brisa del mar,
como el olor de las flores.
Ya están ahí las carretas...
-Lo han dicho el pinar y el viento,
lo ha dicho la luna de oro,
lo han dicho el humo y el eco...-
Son las carretas que pasan
estas tardes, al sol puesto,
las carretas que se llevan
del monte los troncos muertos.
¡Cómo lloran las carretas,
camino de Pueblo Nuevo!
Los bueyes vienen soñando,
a la luz de los luceros,
en el establo caliente
que sabe a madre y a heno.
Y detrás de las carretas,
caminan los carreteros,
con la ahijada sobre el hombro
y los ojos en el cielo.
¡Cómo lloran las carretas,
camino de Pueblo Nuevo!
En la paz del campo, van
dejando los troncos muertos
un olor fresco y honrado
a corazón descubierto.
Y cae el ánjelus desde
la torre del pueblo viejo,
sobre los campos talados,
que huelen a cementerio.
¡Cómo lloran las carretas
camino de Pueblo Nuevo!
Aquel ramito de flores
que me mandaste del campo
-¡ay, azahar; ay, jazmín!-,
aún lo llevo aquí clavado.
¡No sé qué tiene, que no
se marchita! Su olor blanco
como una pregunta virjen,
sigue esperando, esperando...
Aquella tarde, al decirle
yo que me iba del pueblo,
me miró triste –¡qué dulce!–,
vagamente sonriendo.
Me dijo: ¿Por qué te vas?
Le dije: Porque el silencio
de estos valles me amortaja
como si estuviera muerto.
–¿Por qué te vas?– He sentido
que quiere gritar mi pecho,
y en estos valles callados
voy a gritar y no puedo.
Y me dijo: ¿Adónde vas?
Y le dije: Adonde el cielo
esté más alto, y no brillen
sobre mí tantos luceros.
Hundió su mirada negra
allá en los valles desiertos,
y se quedó muda y triste,
vagamente sonriendo.
Al fin nos hallaremos. Las temblorosas manos
apretarán, suaves, la dicha conseguida,
por un sendero solo, muy lejos de los vanos
cuidados que ahora inquietan la fe de nuestra vida.
Las ramas de los sauces mojados y amarillos
nos rozarán las frentes. En la arena perlada,
verbenas llenas de agua, de cálices sencillos,
ornarán la indolente paz de nuestra pisada.
Mi brazo rodeará tu mimosa cintura,
tú dejarás caer en mi hombro tu cabeza,
¡y el ideal vendrá entre la tarde pura,
a envolver nuestro amor en su eterna belleza!