Yo dije que me gustaba
–ella me estuvo escuchando–
que, en primavera, el amor
fuera vestido de blanco.
Alzó sus ojos azules
y se me quedó mirando,
con una triste sonrisa
en los virjinales labios.
Siempre que crucé su calle,
al ponerse el sol de mayo
estaba seria, en su puerta,
toda vestida de blanco.
Yo no volveré. Y la noche
tibia, serena y callada,
dormirá el mundo, a los rayos
de su luna solitaria.
Mi cuerpo no estará allí,
y por la abierta ventana
entrará una brisa fresca
preguntando por mi alma.
No sé si habrá quien me aguarde
de mi doble ausencia larga,
o quien bese mi recuerdo
entre caricias y lágrimas.
Pero habrá estrellas y flores
y suspiros y esperanzas,
y amor en las avenidas,
a la sombra de las ramas.
Y sonará ese piano
como en esta noche plácida,
y no tendrá quien lo escuche,
pensativo, en mi ventana.
Para dar un alivio a estas penas,
que me parten la frente y el alma,
me he quedado mirando a la luna
a través de las finas acacias.
En la luna hay algo que sufre,
entre un nimbo divino de plata;
hay algo que besa los ojos
y que seca, llorando, las lágrimas.
Yo no sé lo que tiene la luna,
que acaricia, que duerme y que calma
y que mira en silencio al rendido,
con inmensas piedades de santa.
Y esta noche que sufro y que pienso
libertar de esta carne mi alma,
me he quedado mirando a la luna,
a través de las finas acacias.
El viento se ha llevado las nubes de tristeza;
el verdor del jardín es un fresco tesoro;
los pájaros han vuelto detrás de la belleza
y del ocaso claro surje un verjel de oro.
¡Inflámame, poniente: hazme perfume y llama
-¡que mi corazón sea igual que tú, poniente!-;
descubre en mí lo eterno, lo que arde, lo que ama,
...y el viento del olvido se lleve lo doliente.