martes, 29 de septiembre de 2009

Literatura Universal. Edad Antigua

A. EDAD ANTIGUA
1. LITERATURAS ORIENTALES
I. LITERATURA CHINA

Tao-te-king
Lo que hace que el río y el mar
puedan ser reyes de los Cien Valles,
es que saben ponerse por debajo de ellos.
He aquí por qué pueden ser reyes de los Cien Valles.

Igualmente, si el santo desea estar por encima del pueblo,
tiene que rebajarse primero en palabras;
si desea ponerse a la cabeza del pueblo,
necesita ponerse en la última fila.

Así el santo está encima del pueblo
y el pueblo no siente su peso;
dirige al pueblo
y el pueblo no sufre.

He ahí por qué todo el mundo le empuja gustoso a la cabeza
y no se cansa de él.
Puesto que no rivaliza con nadie,
nadie rivaliza con él.
(LAO TSE)

II. LITERATURA INDIA

Calila e Dimna
(título con que Alfonso X el Sabio tradujo al castellano el Pantchatantra)
Y vi que [los seres humanos] se parecen a un hombre que con miedo y preocupación llegó a un pozo y colgose de él, y agarrose a dos ramas que nacían en su orilla, y afirmó sus pies sobre dos cosas, que resultaron ser cuatro culebras que sacaban sus cabezas de sus cuevas. Y, mirando al fondo del pozo, vio una serpiente con la boca abierta para tragarlo, y alzó los ojos hacia las dos ramas y vio en sus raíces dos ratones, uno blanco y otro negro, royéndolas sin descanso. Y él, pensando en la manera de escapar, miró hacia arriba, y vio una colmena llena de abejas, en la que había una poca miel, y comenzó a comérsela, y comiendo olvidósele el peligro en que estaba. Y estando así despreocupado, acabaron los ratones de cortar las ramas, y cayó en la garganta del dragón y pereció.
Y yo hice semejanza del pozo a este mundo, que está lleno de ocasiones y de miedos; y de las cuatro culebras a los cuatro humores que sostienen al hombre, porque cuando se altera alguno de ellos es un tóxico mortal, como el veneno de las víboras. E hice semejanza de los dos ramos a la frágil vida de este mundo, y de los ratones negro y blanco a la noche y al día, que nunca cesan de gastar la vida del hombre. E hice semejanza de la serpiente a la muerte, que ninguno puede evitar, y de la miel a ese poco de dulzor que el hombre recibe en este mundo, que es ver y oír y sentir y gustar y oler, y esto le hace descuidarse de sí mismo y de su hacienda y olvidar aquello en lo que está y abandonar el camino por el que se ha de salvar.

III. LITERATURA HEBREA

Judit
Judit, la heroína nacional de Israel, fue una viuda joven y piadosa que utilizó sus artes de seducción para destruir al general del ejército asirio que sitiaba su ciudad. Esta sugestiva historia de una mujer, a la vez fuerte y delicada, figura entre las más celebradas de la Biblia, por el magnífico trazado de la protagonista y por la sencillez con que está contada. La literatura, la pintura e incluso la música se inspirarán después repetidamente en esta historia.
“El campo de los asirios, su infantería, sus carros y su caballería los tuvieron cercados por espacio de treinta y cuatro días; de manera que a los habitantes de Betulia se les agotaron todas las aguas. Quedaron vacías las cisternas, y el agua se les distribuía con medida. Desmayaban las mujeres y los niños, y los jóvenes desfallecían de sed y caían sin fuerza en las calles de la ciudad y en los pasos de las puertas.
Vivía en su casa Judit, guardando su viudez hacía tres años y cuatro meses. Era bella de formas y de muy agraciada presencia. Su marido, Manasés, le había dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, que ella por sí administraba. Nadie podía decir de ella una palabra mala, porque era muy temerosa de Dios.
Era precisamente la hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la casa de Dios, el incienso de la tarde, cuando clamó Judit con gran voz al Señor, diciendo: «Mira que los Asirios tienen un ejército poderoso, se engríen de sus caballos y jinetes, se enorgullecen de la fuerza de sus infantes, tienen puesta su confianza en sus broqueles, en sus lanzas, en sus arcos y en sus hondas, y no saben que tú eres el Señor que decide las batallas, cuyo nombre es Yavé. Quebranta su fuerza con tu poder, pulveriza su fuerza con tu ira, porque han resuelto violar tu santuario, profanar el tabernáculo en que se posa tu glorioso nombre y derribar con el hierro tu altar. Pon los ojos en su soberbia, descarga tu cólera sobre su cabeza, dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado».
Una vez que cesó de clamar al Dios de Israel se quitó el saco que llevaba ceñido y se despojó de los vestidos de viudez; bañó en agua su cuerpo, se ungió con ungüentos, aderezó los cabellos de su cabeza, púsose encima la mitra, se vistió el traje de fiesta con que se adornaba cuando vivía su marido Manasés, calzose las sandalias, se puso los brazaletes, ajorcas, anillos y aretes y todas sus joyas, y quedó tan ataviada, que seducía los ojos de cuantos hombres la miraban. Entregó a su sierva una bota de vino y un frasco de aceite, llenó una alforja de panes de cebada y de tortas de higos, envolviéndolo todo en paquetes, y se lo puso a la esclava a las espaldas.
Siguiendo la dirección del valle, caminaron hasta que les salió al paso una avanzada de los asirios, que la apresaron y le preguntaron: «¿ Quién eres tú y de dónde y adónde vas?». A lo que ella contestó: «Soy una hija de los hebreos. Voy a presentarme a Holofernes, general en jefe de vuestro ejército, para indicarle el camino por donde puede subir y dominar toda la montaña, sin que perezca ni uno solo de sus hombres».
Cuando oyeron tales palabras y contemplaron su rostro, que les pareció maravilloso por su extremada belleza, le dijeron: «Ve, pues, a su tienda; dos de los nuestros te acompañarán hasta entregarte a él».
Llegada Judit a presencia de Holofernes y de sus servidores, todos se quedaron maravillados de la belleza de su rostro. Postrose ante él, pero los servidores la levantaron. Díjole Holofernes: «Ten buen ánimo, mujer, y no te intimides, que yo nunca hice daño a nadie que estuviera dispuesto a servir a Nabucodonosor, rey de toda la tierra». Judit le respondió: «Oye las palabras de tu esclava, que no diré a mi señor esta noche cosa que no sea verdad. Yo misma te guiaré por en medio de Judea hasta llegar a Jerusalén y haré que te sientes en medio de ella y los conduzcas como ovejas sin pastor. Ni un perro ladrará contra ti. Todo esto me ha sido comunicado por revelación y para anunciártelo he sido yo enviada».
Díjole Holofernes: «Bebe y alégrate con nosotros». y contestó Judit: «Beberé, señor, que yo tengo este día por el más grande de toda mi vida». Tomó lo que la sierva le había preparado, y comió en presencia de Holofernes, el cual se alegró sobremanera con ella, y bebió tanto vino cuanto jamás lo había bebido desde el día en que nació.
Cuando se hizo tarde, los siervos de Holofernes se salieron aprisa y se fueron a sus lechos, pues estaban rendidos porque el banquete había sido largo. Quedó Judit sola en la tienda, y Holofernes tendido sobre su lecho, todo él bañado en vino. Puesta entonces en pie junto al lecho de Holofernes, dijo en su corazón: «Señor, Dios todopoderoso, mira en esta hora la obra de mis manos, pues ésta es la ocasión de ejecutar mis proyectos, para ruina de los enemigos que están sobre nosotros». Y acercándose a la columna del lecho que estaba a la cabeza de Holofernes, descolgó de ella su alfanje; llegándose al lecho, le agarró por los cabellos de su cabeza al tiempo que decía: «Dame fuerzas, Dios de Israel, en esta hora». Y con toda su fuerza le hirió dos veces en el cuello, cortándole la cabeza. Envolvió el cuerpo en las ropas del lecho, quitó de las columnas el dosel y, tomándolo, salió enseguida, entregando a la sierva la cabeza de Holofernes, que ésta echó en la alforja de las provisiones, y ambas salieron juntas como de costumbre.

Cantar de los Cantares
Es, sin duda el mejor libro poético de la Biblia. La tradición lo atribuye a Salomón, hijo de David, que lo habría compuesto en su apasionada juventud. Es un intenso diálogo amoroso entre dos enamorados, en un delicado ambiente pastoril. la Iglesia lo ha interpretado como una parábola del amor de Dios a su pueblo, o de la unión mística del alma.
LA ESPOSA
¡La voz de mi amado! / Vedle que llega / saltando por los montes, / triscando por los collados.
Es mi amado como la gacela o el cervatillo. / Vedle que está ya detrás de nuestros muros, / atisbando por las ventanas, / espiando por entre las celosías.

EL ESPOSO
¡Levántate ya, amada mía, / hermosa mía, y ven!
Que ya se ha pasado el invierno / y han cesado las lluvias.
Ya se muestran en la tierra los brotes floridos, / y ha llegado el tiempo de la escarda, / y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.
Ya ha echado la higuera sus brotes, / ya las viñas en flor esparcen su aroma. / ¡Levántate, amada mía, / hermosa mía, y ven!
Paloma mía, que anidas en las hendiduras de las rocas, / en las grietas de las peñas escarpadas, / dame a ver tu rostro, / hazme oír tu voz. / Que tu voz es dulce, / y encantador tu rostro.

LA ESPOSA
¡Cazadnos las raposas, / las raposillas que destrozan las viñas, / nuestras viñas en flor!
Mi amado es para mí, y yo para él. / Pastorea entre azucenas.
Antes de que refresque el día / y huyan las sombras, / vuelve, amado mío, semejante a la gacela o al cervatillo, / por los montes de Beter.

EL ESPOSO
¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! / Son palomas tus ojos a través de tu velo.
Son tus cabellos rebañitos de cabras / que ondulantes van por los montes de Galaad.
Son tus dientes cual rebaño de ovejas de esquila / que suben del lavadero todas sus crías mellizas, / sin que haya entre ellas estériles.
Cintillo de grana son tus labios, / y tu hablar es agradable. / Son tus mejillas mitades de granada / a través de tu velo.
Es tu cuello cual la torre de David, / adornada de trofeos, / de los que penden mil escudos, / todos escudos de valientes.
Tus dos pechos son dos mellizos de gacela / que triscan entre azucenas.
Eres del todo hermosa, amada mía; / no hay tacha en ti.
Prendiste mi corazón, hermana, esposa; / prendiste mi corazón en una de tus miradas, / en una de las perlas de tu collar.

LA ESPOSA
Mi amado es fresco y colorado, / se distingue entre millares.
Su cabeza es oro puro, / sus rizos son racimos de dátiles, / negros como el cuervo.
Sus ojos son palomas / posadas al borde de las aguas, / que se han bañado en leche / y descansan a la orilla del arroyo.
Sus mejillas son jardín del balsameras, / teso de plantas aromáticas; / sus labios son dos lirios / que destilan exquisita mirra.
Sus manos son anillos de oro / guarnecidos de piedras de Tarsis. / Su vientre es una masa de marfil / cuajada de zafiros.
Sus piernas son columnas de alabastro / asentadas sobre basas de oro puro. / Su aspecto es como el Líbano, / gallardo como el cedro.
Su garganta es toda suavidad, / todo él, encanto. / Ese es mi amado, ese es mi amigo, / hijas de Jerusalén.

Proverbios
Es una colección de sentencias escritas en versos breves, directos, de suma eficacia. Las hay referidas a Dios y al culto. pero la mayoría que ver con la moral: toda forma de pecado, injusticia y maldad es corregida y condenada. Comienza con unos consejos a un joven, puestos en boca de la sabiduría: continúa con unas recomendaciones contra los vicios, la impiedad, al adulterio, etc., y termina con unas exhortaciones acerca de la vida. Todo el libro destila cordura y sentido práctico.
PROVERBIOS DE SALOMÓN, HIJO DE DAVID, REY DE ISRAEL
Para conocer la sabiduría y la disciplina, / para entender sensatos dichos,
Para alcanzar la disciplina y discreción, / justicia, equidad y rectitud;
Para procurar astucia a los simples, / perspicacia y circunspección a los jóvenes.
Oyéndolos, el sabio crecerá en doctrina / y el entendido adquirirá destreza.

LAS MALAS COMPAÑÍAS
Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre / y no desdeñes las enseñanzas de tu madre;
Porque serán corona de gloria en tu cabeza / y collar en tu cuello.
Hijo mío, si los malos pretenden seducirte, / no consientas; si te dicen:
«Ven con nosotros / pongamos acechanzas para derramar sangre, / tendamos sin razón lazos contra el puro»,
No te vayas con ellos, hijo mío, / ten tus pies muy lejos de sus sendas;
Porque corren sus pies al mal / y se apresuran a derramar sangre.

EXCELENCIAS DE LA SABIDURÍA
Bienaventurado el que alcanza la sabiduría / y adquiere inteligencia,
Porque es su adquisición mejor que la de la plata / y es de más provecho que el oro puro.
Es más preciosa que las perlas / y no hay tesoro que la iguale.
Lleva en su diestra la longevidad / y en su siniestra la riqueza y los honores.
De su boca brota la justicia / y lleva en la lengua la ley y la misericordia.
Sus caminos son caminos deleitosos / y son paz todas sus sendas.
Es árbol de vida para quien la consigue; / quien la abraza es bienaventurado.
Con la sabiduría fundó Yavé la tierra, / con la inteligencia consolidó los cielos.

ATENCIONES DEBIDAS AL PRÓJIMO
No niegues un beneficio al que lo necesita, / siempre que en tu poder esté el hacérselo;
No le digas al prójimo: «Vete y vuelve, / mañana te lo daré», si es que lo tienes a mano.
No trames mal alguno contra tu prójimo / mientras él confía en ti.
No pleitees con nadie sin razón / si no te ha hecho agravio.
No envidies al violento / ni elijas sus caminos;
Porque el perverso es abominado de Yavé, / que sólo tiene sus intimidades para con los justos.

LA PEREZA
Ve, ¡oh perezoso!, a la hormiga; / mira sus caminos y hazte sabio.
No tiene juez, / ni inspector, ni amo.
Y se prepara en el verano su mantenimiento, / reúne su comida al tiempo de la mies.
O ve a la abeja y aprende cómo trabaja / y produce rica labor, / que reyes y vasallos buscan para sí / y todos apetecen.
Y siendo como es pequeña y flaca, / es por su sabiduría tenida en mucha estima.
¿Hasta cuando, perezoso, acostado? / ¿Cuándo despertarás de tu sueño?

EL BORRACHO
No mires mucho al vino cuando rojea / y cuando espumea en el vaso;
Éntrase suavemente, pero al fin muerde como sierpe / y pica como áspid;
Y tus ojos verán cosas extrañas / y hablarás sin concierto;
Te parecerá estar acostado en medio del mar / y estar durmiendo en la punta de un mástil.
«Me han pegado, y no me ha dolido; / me han tundido, y no lo he sentido; / cuando me despierte volveré a buscarlo.»

2. LITERATURA GRIEGA
I. LA EPOPEYA

llíada:
-Cerca tengo la muerte funesta y no puedo evitarla,
mas no quiero morir de una forma cobarde y sin gloria,
sino haciendo algo grande que admiren los hombres futuros-
dijo Héctor, blandiendo la espada afilada y potente.
Se agachó para dar un gran salto como águila rauda
que cae desde una nube sombría sobre la llanura
y arrebata la tierna cordera o la tímida liebre;
pero el Pelida Aquiles, henchido de ira, le hizo frente.
Ondeaban las crines de oro, abundantes y bellas,
que Hefesto fijara en el yelmo de cuatro bollones.
Como el Véspero, el astro más bello que hay en el cielo,
resplandece de noche rodeado de miles de estrellas,
tal brillaba la pica que Aquiles blandía en la diestra
buscando un lugar vulnerable en el cuerpo de Héctor,
que cubría la armadura de bronce que vistió Patroclo.
Donde el cuello se junta a los hombros y es fácil al alma
perderse, le hundió a Héctor la lanza Aquiles divino,
y la punta pasó el fino cuello y salió por la nuca
y el héroe troyano cayó a tierra, herido de muerte.
(HOMERO)

Odisea
Canto I
TELÉMACO SE ENFRENTA A LOS PRETENDIENTES DE SU MADRE

Los dioses, ausente Poseidón, soberano del mar y enemigo de Ulises, acuerdan que éste regrese a Ítaca, tras la guerra de Troya. La situación en casa del héroe es crítica: Penélope está rodeada por una nube de ambiciosos pretendientes, que la creen viuda y esperan heredar el trono y las riquezas que ha dejado su marido. La diosa Atenea, protectora del héroe, se entrevista con Telémaco para animarle a que espere y busque a su padre. El saberlo vivo anima al joven a enfrentarse a los parásitos que merodean por su casa.
Telémaco reunió se enseguida con los pretendientes. Delante de éstos cantaba el famoso aedo el aciago regreso que Palas Atenea había deparado a los aqueos de vuelta de Troya. La discreta Penélope, hija de Icario, escuchaba desde arriba de la casa el canto y le llegaba al alma. Bajó por la larga escalera, acompañada de dos esclavas. Cuando llegó adonde estaban los pretendientes, se reclinó contra la columna que sostenía el techo y cubrió s e el rostro con lujoso velo. Arrasándosele los ojos de lágrimas, dijo así al divino aedo:
-Femio, puesto que sabes otras muchas proezas de hombres y de dioses, que recrean a los mortales y son alabadas por los aedos, cánta1es alguna de ellas sentado ahí, en el centro, y que la escuchen todos silenciosamente y bebiendo vino. Pero deja ese triste canto que me apena el corazón, ya que se apodera de mí un pesar inmenso, que no puedo acallar, porque suscita en mí recuerdos de aquel varón cuya fama es grande en la Hélade y en el centro de Argos.
-¡Madre mía! ¿ Por qué prohíbes al amable aedo que nos deleite como su mente le inspira? -exclamó Te1émaco-. No son culpables los aedos, sino Zeus, que reparte sus presentes a los hombres de ingenio del modo que le place. Acepta en tu corazón y en tu ánimo oír ese canto, ya que no fue Ulises el único que perdió en Troya la ocasión de volver; hubo otros muchos que también perecieron. Pero vuelve a tu aposento ya y ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se esmeren en el trabajo. Hablar corresponde a los hombres, principalmente a mí, pues mío es el mando de esta casa.
Asombrada volvió Penélope a su habitación, reflexionando las prudentes palabras de su hijo. Y cuando estuvo en la alcoba rodeada de sus esclavas, lloró a Ulises hasta que Atenea posó sobre sus párpados el dulce sueño.
En la sala quedaron los pretendientes, exaltados y ruidosos. Alzose Telémaco y comenzó a decirles:
-¡Con qué audaz insolencia os comportáis aquí, pretendientes de mi madre! Gocemos ahora del festín y cesen vuestros gritos. Es muy hermoso oír el canto de un aedo como éste. Al rasgar el alba nos reuniremos en el ágora y os diré que salgáis de palacio, que busquéis otros festines, comáis vuestros bienes y os convidéis en vuestras casas. Pero si os parece mejor destruir impunemente los bienes de un solo hombre, arrasadlos; yo invocaré a los dioses para que algún día sean castigadas vuestras obras y acaso encontréis la muerte en este palacio sin que nadie lo sepa.
Todos se mordieron los labios, asombrados de la audacia de Telémaco. Pero tornaron a solazarse con la danza y el deleitoso canto, y así esperaron la llegada de la oscura noche. Entonces partieron a dormir a sus casas. Telémaco se retiró también a su alcoba, meditando mil cosas. Le acompañaba Euriclea con teas encendidas. Era la esclava que más quería a Telémaco, por haberle criado desde niño. Telémaco se sentó en la cama, desvistióse la delicada túnica y se la dio a la anciana; ésta, después de arreglar los pliegues, la colgó de un gancho que había junto al torneado lecho y salió de la estancia, entornó la puerta, tirando del arco de plata, y echó el cerrojo por medio de una correa. Y Telémaco, cobijado en su lecho, pasó toda la noche revolviendo en su mente el viaje que Atenea le había propuesto.

Canto IX
LA AVENTURA CON EL GIGANTE POLIFEMO
Mientras los pretendientes siguen acosando a Penélope y Telémaco sale en busca de Ulises, éste llega a la corte de Alcinoo, quien le da hospitalidad. Allí cuenta los peligros que ha logrado sortear desde que salió de Troya, diez años atrás: el cíclope Polifemo; los gigantes devoradores de carne humana; la maga Circe, que convirtió e n animales a sus compañeros; las sirenas, que atraían con su canto a los marineros; la bella Calipso que, tras albergarlo y cuidarlo, quiso retenerlo a su lado, etc. He aquí el final de la aventura con Polifemo
De repente, levantose el cíclope y agarró a dos de mis compañeros, y después los arrojó como si fueran cachorros, y del golpe les despedazó los miembros. Después se preparó una cena con ellos y comió como un león, no dejando ni los intestinos ni los huesos. Nosotros contemplábamos horrorizados el espectáculo, alzando las manos a Zeus, pues la desesperación se había apoderado de nosotros. Aguardamos a que se durmiera con el propósito de herirle, pero la gruesa piedra que había colocado ante nosotros nos detuvo: aunque le hubiésemos matado no habríamos podido salir, pues nos resultaba imposible mover aquel grandioso pedrusco. Así esperamos la Aurora del día siguiente.
Cuando se descubrió la hija de la mañana, el cíclope encendió el fuego y ordeñó las ovejas. Seguidamente, echó mano a otros dos compañeros y, como hizo la noche anterior, se aparejó con ellos su almuerzo. Después sacó el ganado de la cueva y cerró ésta tras sí con la piedra. Quedé meditando siniestros planes para vengarme de la muerte de mis cuatro compañeros. Al fin me pareció que la mejor solución sería la siguiente: sobre el establo había una gran clava de olivo, semejante al mástil de un negro y ancho bajel de transporte. Corté una estaca que mis compañeros pulieron. Luego la endurecí con el fuego y la oculté bajo el estiércol. A suertes, elegimos tres compañeros que, juntamente conmigo, clavarían la estaca en el único ojo del cíclope cuando el sueño le rindiese.
Por la tarde volvió el cíclope, ordeñó las ovejas y cabras, agarró a otros dos compañeros y con ellos se aparejó la cena. Entonces, aproximándome con una copa de vino, le dije:
-Toma, cíclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque.
Tomó el vino y lo bebió. Le gustó tanto que me pidió más.
-Dame más vino -clamaba Polifemo- y hazme saber tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario.
Volví a servirle el negro vino y se bebió tres copas. Y cuando los vapores del vino envolvieron su mente, le dije con suavidad:
-¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre y voy a decírtelo, pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.
-Pues a Nadie me lo comeré el último -respondió Polifemo-: tal es mi don hospitalario.
Se echó hacia atrás y cayó de espaldas, durmiéndose de allá a poco. Entonces puse la estaca al fuego y cuando comenzó a arder la hinqué, con la ayuda de tres compañeros, en el ojo del cíclope, haciéndola girar rápidamente, con lo que la sangre comenzó a brotar abundante. Enseguida dio el cíclope un temible gemido, retumbó la roca y nosotros, amedrentados, huimos velozmente. Se arrancó él la estaca y comenzó a llamar con grandes gritos a sus amigos cíclopes, quienes acudieron a nuestra cueva y le preguntaron qué le angustiaba.
-¿ Por qué gritas de ese modo, tan enojado? -le preguntaron los cíclopes.
-¡Oh, amigos! -respondioles Polifemo-. Nadie me ha herido con engaño.
-Pues si Nadie te ha herido -dijeron los cíclopes-, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que te envía el gran Zeus; ruega, pues, a tu padre, el soberano Poseidón.
Apenas acabaron de hablar se retiraron, y yo reíame del modo como le había engañado. El cíclope, gimiendo por los dolores, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó en la entrada, tendiendo los brazos, esperando así atraparnos si salíamos. Resolví toda clase de engaños y al fin me pareció lo mejor que cada uno de nosotros se agarrara a una oveja; y así, agazapados en su lanudo vientre, aguardamos, profiriendo suspiros, la aparición de la divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de la mañana, los machos salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses y no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los animales.
Cuando estuvimos algo apartados de la cueva, nos soltamos del ganado, no sin llevarlo dando rodeos hasta la nave. Los demás compañeros se alegraron de ver que nos habíamos librado de la muerte y empezaron a gemir y llorar por los demás. Pero yo, haciéndoles una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran rápidamente en la nave aquellas reses de hermoso vellón y que volviéramos a surcar el agua salobre. Se embarcaron enseguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir los remos sobre el espumoso mar.

Canto XXI
EL ARCO DE ULISES
Ulises entra en Ítaca disfrazado de mendigo. Su perro Argos lo reconoce y muere de alegría. También lo reconoce su hijo, pero no Penélope, que narra sus angustias al forastero sin saber que es su marido. Asediada por los pretendientes, los somete a prueba: aquél que logre tensar el arco de Ulises y pasar una flecha por doce anillos, será su marido. Sólo la supera el viejo mendigo que, con ayuda de Telémaco, mata a los rivales y, finalmente, se da a conocer a su esposa.
Ulises, meditando trampas, les dijo así:
-¡Oídme, ilustres pretendientes! Dadme el bello arco de Ulises y veré si tengo las mismas fuerzas que antaño.
-¡Miserable forastero! -le increpó Antínoo-. Careces del menor juicio, pues no te basta estar sentado al lado de varones ilustres, sino que aún quieres competir con ellos, siendo como eres un vagabundo y un mendigo vil. Te habrá trastornado el vino. No toques el arco. Bebe y no pretendas igualarte con hombres que son ilustres y jóvenes.
-¡Antínoo! -intervino entonces Penélope-. No es decoroso ni justo ultrajar a los huéspedes de mi hijo. ¿Supone alguien que si el anciano lograse tender el arco y ganara el certamen me llevaría a su casa como esposa? Él mismo no ha tenido jamás semejante esperanza. El huésped es alto y vigoroso y se precia de tener un linaje ilustre. Dadle ya el arco y veamos. Y si lograse tender el arco, le obsequiaré con un manto y una túnica, un agudo dardo, una espada y sandalias, y le enviaré donde desee.
-¡Oh, madre! -dijo entonces Telémaco-. Ninguno de los aqueos podría impedir que yo dé el arco a quien quiera. Y tú, madre, vuelve a tu habitación y ocúpate, juntamente con las esclavas, de las labores que te son propias, como el telar y la rueca, que del arco y de las saetas nos cuidaremos los hombres.
Su madre le oyó con gran asombro, pero le obedeció. Entonces Eumeo el porquerizo tomó el arco y se encaminó hacia Ulises. Y Filetio salió de la casa en silencio y cerró y ató las puertas del patio. Después, sin perder de vista a Ulises, volvió a tomar asiento donde antes estaba. Ya Ulises manejaba el arco, contemplándolo y estudiándolo como lo haría un aedo con su cítara. Alguien dijo:
-Sin duda este vagabundo debe de ser un experto en armar arcos, y esto se ve enseguida por la traza que se da en observarlo.
Otro de los pretendientes insolentes dijo:
-¡Ojalá que en su vida alcance tanto provecho como el que logre armando este arco!
Pero Ulises, con plena serenidad, armó con sencillez el arco. Entonces probó la cuerda, que dejó oír un bello sonido. A los pretendientes se les mudó el color del rostro. Al instante se oyó un gran trueno y Ulises agradeció en su interior esta señal del Olimpo. Ulises tomó enseguida una flecha y tiró de la cuerda. Apuntó al blanco, soltó la saeta y no erró ninguna de las segures. Después le dijo a Telémaco:
-¡Oh, Telémaco! El huésped no ha sido motivo de vergüenza, pues acertó en todo sin fatiga. Mi vigor se mantiene aún fresco, lo mismo que en mis mejores años.
Entonces Ulises se despojó de sus andrajos, se colocó de pie en el umbral con el arco y la aljaba llena de flechas, y gritó a los pretendientes:
-Puesto que este certamen está dando a su fin, apuntaré a otro blanco, uno nuevo al que nadie tiró nunca.
Y enderezó la saeta a Antínoo. Levantaba éste una bella copa de oro repleta de vino y nada más lejos de su mente que la negra muerte, y sin embargo allí la tenía muy cerca. Pues Ulises, apuntándole certeramente, le atravesó la garganta, y el cuerpo de Antinoo se desplomó hacia atrás, sobre los ricos manjares y vinos, cubriéndolos de roja sangre.
Al verle derrumbado los pretendientes atronaron la sala con gritos y protestas, diciéndole a Ulises con airadas voces:
-¡Forastero! Cruel equivocación has cometido tirando tu saeta contra el más importante varón de Ítaca, pero poco vivirás ya y pronto vas a ser pasto de los buitres.
-¡Perros ruines! -les replicó Ulises-. A buen seguro que no creíais en mi vuelta y por tanto arruinabais mi hacienda toda. ¿Cómo no habéis temido la justicia de los dioses?
Todos los presentes se sintieron dominados por el pánico y cada uno de ellos buscaba la forma de escapar a una muerte cierta.
(HOMERO)

II. LA LÍRICA

Oda
Me parece el igual de un dios, el hombre
que frente a ti se sienta, y tan de cerca
te escucha absorto hablarle con dulzura
y reírte con amor.

Eso, no miento, no, me sobresalta
dentro del pecho el corazón, pues cuando
te miro un solo instante, ya no puedo
decir ni una palabra,

la lengua se me hiela, y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada, y el oído
me zumba, y un sudor

frío me cubre, y un temblor me agita
todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que me falta poco
para quedarme muerta.
(SAFO)

Oda a Eros
Compadecido salgo,
y a helado rapazuelo
con alas, carcaj y arco
reclino junto al fuego.

El calor a sus manos
con mis manos devuelvo
y cuidadoso enjugo
sus húmedos cabellos.

Repuesto ya del frío,
-El arco dame; quiero ver
si la tensa cuerda
pudo aflojarse al cierzo-

dice, lo templa y lánzame
venablo tan certero,
que clávase, cual tábano,
del corazón en medio.
(ANACREONTE)

III. EL TEATRO
Edipo
Edipo.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos.
Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato.
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criasteis con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.
¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebisteis, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Os acordáis aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante vuestra presencia y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocultadme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o matadme o arrojadme al mar, donde nunca más me podáis ver. Venid, dignaos tocar a este hombre desgraciado. Obedecedme, no tengáis miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.
(SÓFOCLES)

La asamblea de las mujeres
VIEJA 3.- ¡Eh, tú! ¿Adónde vas con ésa?
JOVEN.- Si yo no voy: me arrastran; pero a ti, quienquiera que seas, ojalá te suceda toda clase de venturas, porque no has consentido que me hagan polvo. (Se da la vuelta y la ve.) ¡Oh, Heracles, Panes, Coribantes y Dioscuros, si este horror es mucho más funesto que el anterior! Pero, por favor, ¿ qué extraño engendro es éste? ¿ Es acaso una mona rebozada en albayalde o una vieja que ha resucitado entre la legión de los muertos?
VIEJA 3.- (Agarrándole un brazo.) No te burles de mí. Ven aquí.
VIEJA 2.- (Agarrándole el otro brazo.) Te digo que aquí.
VIEJA 3.- Te digo que no te soltaré nunca.
VIEJA 2.- Pues yo tampoco.
JOVEN.- ¡Que me descuartizáis, mala muerte os lleve! VIEJA 2.- Tú tenías que haber venido conmigo, según la ley. VIEJA 3.- No, si aparecía otra vieja más fea todavía. JOVEN.- ¿y si primero muero de mala muerte a vuestras manos, cómo podré llegar al lado de aquella hermosura? (Señala a la muchacha.)
VIEJA 3.- Eso es problema tuyo.
JOVEN.- Pero, ¿con cuál de las dos me tengo que acostar primero para quedar libre?
(ARISTÓFANES)

3. LITERATURA LATINA
I. LA COMEDIA
El cartaginesillo:
ACTOR.- (Sin la máscara.) Con toda tranquilidad se acomoden, pues, en sus taburetes los que aquí vinieron hambrientos y los que hartos llegaron. Los que habéis comido hicisteis bien, y los que todavía no habéis comido saciaos... de comedia. iA fe, qué solemne tontería, teniendo la comida ya preparada, haber venido por nosotros a sentarse aquí sin probar bocado! ... (Al trompetero que hay junto al proscenio.) «Ponte en pie, pregonero, haz que te escuche el pueblo.» Hace algún rato que estoy esperando a ver si sabes desempeñar tu cometido. Levanta esa voz, gracias a la cual vives y vas saliendo de apuros; porque si no gritas, el hambre, a la chita callando, se te va a meter en el cuerpo. (El pregonero hace el pregón.) Vamos: siéntate de nuevo ahora, si quieres que te den doble paga. (Al público.) Haríais bien en observar escrupulosamente mis orde­nanzas; ved cuáles son: que ninguna ramera vieja vaya a tomar asiento en el proscenio y que ni al alguacil ni a sus varas se les oiga, y el acomodador se abstenga de transitar por delante de los espectadores y de indicar a persona alguna su localidad mientras en la escena haya un actor. A los que se entretuvieron durmiendo en su casa, ociosos, les toca ahora resignarse a estar de pie: así aprenderán a no dormir tanto. Respecto a los esclavos, que no se apresuren a ocupar los asientos, para que así quede lugar suficiente para los hombres libres, o que paguen por obtener su libertad. Si a esto no se conforman, les valdrá más que se marchen a sus casas, evitando, al tiempo, que caiga sobre ellos un doble infortunio, a saber: que les zurren aquí la badana a varetazo limpio, y con las correas se la zurren en casa si no cumplen con su obligación, cuando hayan regresado sus amos. En cuanto a las lactantes, que aguanten en sus casas a sus nenes en vez de traérnoslos al espectáculo, con lo que evitarán que ellas pasen sed y los pequeñuelos perezcan de hambre y vayan balando por ahí como cabritillos. En cuanto a las matronas, que asistan en silencio a la función y se rían sin alborotar demasiado, y atemperen el timbre metálico de sus voces, reservando para la intimidad del hogar sus temas de conversación favoritos, al objeto de evitar hacerse insufribles a sus maridos aquí y allá. [...] iPor Hércules!, que cada cual (por la cuenta que le tiene) recuerde bien estas disposiciones emanadas de mi autoridad ... histriónica. Mas ahora deseo pasar al argumento de la obra, para que os enteréis de él tan bien como yo ...
(PLAUTO)

Anfitrión
Acto I, Escena 1ª
Júpiter, deseoso de pasar una noche con Alcmena, toma la figura de su marido Anfi­trión, que está en la guerra. Entretanto vuelve Anfitrión victorioso y envía a su criado Sosia a dar a Alcmena la noticia de su feliz regreso. A la puerta de la casa, Sosia se encuentra con un doble idéntico a sí mismo, que no es sino el dios Mercurio, que ha tomado su aspecto para ayudar a Júpiter; un doble que le propina una paliza y lo sume en la mayor confusión.
SOSIA.- (Suplicante.) ¡Déjame hablar sin pegarme... , por favor!
MERCURIO.- Está bien. Te concederé una tregua.
SOSIA.- No hablaré hasta que no hayamos firmado la paz, puesto que en puños me ganas.
MERCURIO.- Di lo que tengas que decir. No te haré nada.
SOSIA.- (Seguro de sí mismo.) ¡Yo soy Sosia, el de Anfitrión!
MERCURIO.- (Violento y amenazador.) ¿Otra vez? ¡ Este hombre no está en su juicio!
SOSIA.- (Aparte.) Pero, vamos a ver ... ¿es que yo no soy Sosia, el de Anfitrión?... ¿Es que no he llegado esta noche?... ¿No estoy parado delante de nuestra casa?... ¿No llevo un farol en la mano?... ¿No estoy despierto?... ¿Acaso no acaba de apalearme este hombre?... ¡Sí! ¡Claro que acaba, por Hércules, que aún me duelen las mandíbulas! Entonces, digo yo, ¿por qué no entro en nuestra casa?
MERCURIO.- (Le cierra el paso.) ¡Eh, eh, eh!... ¿Cómo «en nuestra casa»?
SOSIA.- ¡Sí, justo!... ¡En-nues-tra-ca-sa!
MERCURIO.- (Zarandeándolo.) Atiende, estúpido: el verdadero Sosia, el esclavo de Anfitrión, soy yo, ¿me entiendes?... Esta misma noche hemos llegado del Golfo Pérsico; allí hemos vencido a las legiones teléboas y Anfitrión mató con sus propias manos al rey Pterelao.
SOSIA.- (Aparte.) Desconfío hasta de mí mismo al oírlo hablar: relata fielmente cuanto sucedió allí. (A Mercuria.) Pero, dime: ¿qué regalo ha recibido Anfitrión de los teléboes?
MERCURIO.- La copa de oro en que bebía el rey Pterelao.
SOSIA.- ¡No te digo! ¿Y dónde está la copa?
MERCURIO.- En una cajita, sellada con el sello de Anfitrión.
SOSIA.- ¿Y qué hay en el sello?
MERCURIO.- El sol naciente y su cuadriga. ¿Quieres cogerme en algún renuncio, carne de horca?
SOSIA.- (Aparte.) Me ha convencido... Tendré que buscarme otro nombre... ¡No! Voy a tenderle una trampa, porque esto lo he hecho yo solito, a escondidas, sin testigos, dentro de nuestra tienda. (A Mercurio.) Si tú eres Sosia... ¿Qué hacías dentro de la tienda en lo más encarnizado del combate? Si me lo dices, me doy por vencido.
MERCURIO.- Había allí un tonel de vino. Yo llené una botella.
SOSIA.- ¡Caliente, caliente!
MERCURIO.- Lo trasegué a mi estómago tan puro como había salido del vientre de su madre.
SOSIA.- ¡Es cierto! ¡Me bebí una botella entera de vino! ¡Ni que hubiera estado el tío este metido dentro de ella!
MERCURIO.- ¿Ya te has convencido de que tú no eres Sosia?
SOSIA.- ¿Quieres decir que yo... no soy yo?
MERCURIO.- ¡Cómo no voy a decirlo, si yo soy el que «soy yo»!
SOSIA.- ¡Yo te juro por Júpiter que yo soy el «soy yo» y que no te miento!
MERCURIO.- Y yo te juro por Mercurio que Júpiter no te creerá y que me hará más caso a mí sin juramento que a ti con ellos.
SOSIA.- Entonces, dime ... ¿ Quién soy yo si yo no soy Sosia?
MERCURIO.- Cuando yo me canse de ser Sosia, tú podrás ser Sosia, pero ahora que Sosia soy yo... ¡Mira! ¡Márchate, márchate de aquí si no quieres que te machaque a golpes! ¡Anónimo!
SOSIA.- (Aparte.) ¡Por Polux! Cuando lo miro me recuerda mi propia figura, que tantas veces he visto en el espejo: el pie, la pierna, la ropa, el pelo... ¡todo! Pero cuando pienso en mí, estoy seguro de que soy yo mismo. Ésa es nuestra casa, estoy en mi sano juicio... ¡Bah! Este tipo debe ser algún loco que anda suelto. Pasaré sin hacerle caso y entraré por la puerta.
MERCURIO.- ¿ A dónde vas?
SOSIA.- A casa...
MERCURIO.- Aunque subieses a la cuadriga de Júpiter para huir de aquí, no podrías escapar de la paliza que se te avecina.
SOSIA.- ¿Es que no puedo darle a mi dueña el encargo de mi amo?
MERCURIO.- A la tuya lo que quieras. A la mía, ni acercarte... Y si me enfadas, te meto una paliza que te machaco los riñones...
SOSIA.- (Aparte.) Será mejor que me marche. ¡Oh, dioses inmortales, yo os invoco! ¿Dónde he muerto yo? ¿Dónde me han cambiado? ¿Quién habrá robado mi aspecto?... ¿Me lo habré dejado en la guerra, sin darme cuenta? Este majadero tiene los rasgos que tenía yo... ¡Me hacen en vida lo que a otros de muerto! Iré al puerto y le contaré todo a mi amo, si es que él me conoce.
MERCURIO.- (Solo.) Nuestros asuntos marchan ahora a maravilla. He alejado al mayor estorbo para que mi padre pueda continuar abrazándola con tranquilidad. Sosia le contará a su amo Anfitrión que el esclavo Sosia le ha echado de la puerta. Anfitrión se figurará que miente y no creerá que haya llegado hasta acá, como le había mandado. Voy a llenar de confusión y aturdimiento a los dos, y a toda la familia de Anfitrión, hasta que mi padre se sacie de su amada.

Acto II, Escena 1ª
Mercurio queda solo y afirma: «Voy a llenar de confusión y aturdimiento a los dos. y a toda la familia de Anfitrión, hasta que mi padre se sacie de su amada.» Júpiter, con figura de Anfitrión, se despide de Alcmena, tras haber pasado con ella la noche, y le deja como recuerdo una copa de oro. Mientras tanto, el verdadero Sosia cuenta al verdadero Anfitrión lo que le ha sucedido.
ANFITRIÓN.- ¿Te atreves a sostener, gran bellaco, que estás en casa al mismo tiempo que estás a mi lado?
SOSIA.- ¡Es la verdad!
ANFITRIÓN.- Los dioses te castigarán por esto. (Dándole.) Y yo lo voy a hacer en su nombre.
SOSIA.- Puedes hacerlo, pues soy tu esclavo.
ANFITRIÓN.- ¿Quieres burlarte de mí, canalla? ¿Cómo osas afirmar lo que nadie ha visto aún, lo que no puede suceder jamás: que un hombre esté en dos sitios al mismo tiempo?
SOSIA.- ¡Tal y como te lo cuento, Anfitrión!
ANFITRIÓN.- ¡Júpiter te confunda! ¡Bah! ¡Estás borracho!
SOSIA.- ¡ Ojalá!
ANFITRIÓN.- ¡Anda, quítate de mi vista!
SOSIA.- ¿Y eso por qué?
ANFITRIÓN.- Porque tienes la peste.
SOSIA.- Pues yo me encuentro sano y robusto.
ANFITRIÓN.- Olvidaste lo que te encargué y ahora vienes a reírte de mí. Pretendes que me trague cosas imposibles. Pero yo te aseguro que se volverán sobre tus espaldas.
SOSIA.- Mira, Anfitrión, la desgracia peor que le puede ocurrir a un criado fiel que dice la verdad, es verla doblegada por la violencia.
ANFITRIÓN.- A ver, hombre, a ver... Piensa conmigo. ¿Cómo demonios puedes estar aquí y en casa? ¡Venga! Explícamelo.
SOSIA.- ¡Te aseguro que estoy aquí y allí! Te podrá parecer extraño, porque más me lo parece a mí... ¡Que los dioses me valgan! Si ni siquiera yo mismo, Sosia, podía creérmelo, hasta que el otro Sosia, o sea, yo mismo, me lo aclaró. Me explicó con mucho detalle lo que ocurrió en el frente. Me ha robado la figura y el nombre, y ni una gota de leche se parece a otra gota de leche como él se parece a mí. Cuando tú me enviaste a casa...
ANFITRIÓN.- ¿Qué?
SOSIA.- Ya estaba en ella mucho antes de llegar.
ANFITRIÓN.- No sé qué maleficio le habrán echado a este hombre, desde que se apartó de mí.
SOSIA.- Cierto, me han machacado a golpes.
ANFITRIÓN.- ¿Quién?
SOSIA.- Yo mismo a mí mismo... El que ahora está en casa, vamos...
ANFITRIÓN.- Ten cuidado de no responder más que a lo que te pregunte, ¿eh? Vamos, Sosia, haz memoria. Explícame bien quién es ese Sosia...
SOSIA.- Tu esclavo.
ANFITRIÓN.- (Dándole.) ¡Contigo tengo más que de sobra!
SOSIA.- Mira, Anfitrión: al llegar a casa te encontrarás a otro Sosia, hijo de Davo, o sea de mi padre, con la misma traza y los mismos rasgos que yo... Resumiendo: te ha nacido un gemelo de Sosia.
ANFITRIÓN.- (Aparte.) ¡Qué cosas más extrañas, dioses, qué cosas! (A Sosia.) Y... ¿viste a mi mujer?
SOSIA.- No; no se me permitió ni siquiera entrar en la casa.
ANFITRIÓN.- Pero, ¿quién te lo prohibió?
SOSIA.- El Sosia del que te estoy hablando... El que me atizó.
ANFITRIÓN.- ¡Maldito seas! ¡En sueños habrás visto tú a ese otro Sosia misterioso!
SOSIA.- ¡No suelo yo cumplir en sueños tus órdenes! Despierto lo vi, como despierto te veo, como despierto hablo y como despierto estaba cuando él, también despierto, me atizó con sus puños.
ANFITRIÓN.- ¡Camina, camina! No dices más que tonterías...

Acto II, Escena 2ª
El verdadero Anfitrión llega a casa. He aquí el encuentro con su mujer, Alcmena.
ANFITRIÓN.- ¿Afirmas que llegamos ayer, Alcmena?
ALCMENA.- ¡Pues claro! Tú me saludaste... Yo te saludé y... ¡un buen beso que te di!
SOSIA.- ¡Huy! Esto de empezar por un beso no me gusta nada.
ANFITRIÓN.- (A Alcmena.) Sigue, sigue...
ALCMENA.- Te bañaste...
ANFITRIÓN.- ¿Y luego?
ALCMENA.- Te reclinaste ante la mesa...
SOSIA.- ¡Sí, sí! Tú pregunta, pregunta...
ANFITRIÓN.- ¡No la interrumpas! Continúa...
ALCMENA.- Nos pusieron la cena, cenamos juntos, me recosté a tu lado...
ANFITRIÓN.- ¿En el mismo triclinio?
ALCMENA.- En el mismo.
SOSIA.- ¡Ay, mi madre, que esta cena se me indigesta!
ANFITRIÓN.- ¡Déjala que acabe! (A Alcmena.) ¿Qué pasó después de cenar?
ALCMENA.- Dijiste tener sueño. Levantaron la mesa y nos fuimos a la cama.
ANFITRIÓN.- Y tú, ¿dónde dormiste?
ALCMENA.- Contigo, en la misma cama, en nuestra habitación.
ANFITRIÓN.- (Desmayándose.) ¡Me has matado!
SOSIA.- (Socorriéndolo.) ¿Qué te ocurre, Anfitrión?
ANFITRIÓN.- Esta mujer acaba de quitarme la vida.
ALCMENA.- ¿Por qué? Dímelo, por favor.
ANFITRIÓN.- ¡No me hables! ¡Triste de mí! En mi ausencia, han mancillado mi honor.
ALCMENA.- ¡Por Cástor! ¿Cómo puedes decir tales cosas, esposo mío?
ANFITRIÓN.- ¡Tú misma confiesas los hechos! ¡Que estuviste acostada conmigo! ¿Puede haber algo más osado que esta malnacida? Si no te queda ya vergüenza, ¡pídela prestada al menos!
ALCMENA.- ¡Ay, no! Por aquí ya no paso. Me acusarás de adulterio, si quieres, pero no podrás demostrarlo. ¡Se acabó! Mi alcurnia no me permite escuchar estas calumnias.
ANFITRIÓN.- Sosia, ¿no es verdad que yo cené anoche dentro del barco?
ALCMENA.- Yo también tengo testigos para confirmar lo que digo.
SOSIA.- Yo no sé qué opinar de todo esto, a no ser que... bueno, es un decir... pero ... a no ser que... por ahí... ,pues, claro... haya otro... otro Anfitrión que, en tu ausencia, se ocupe de tus... asuntos y que... Porque si lo de mi otro Sosia es extraño, lo de tu Anfitrión es más extraño todavía.
ANFITRIÓN.- Sí es extraño, sí... No sé qué mago tendrá engatusada a esta mujer.
ALCMENA.- ¡Te juro por el Supremo Rey Júpiter y por la madre Juno -a la que tengo singular respeto- que ningún otro mortal, excepto tú, me ha tocado ni un pelo...!
ANFITRIÓN.- ¡Ya me gustaría a mí que fuese verdad!
ALCMENA.- Estoy diciendo la verdad, pero en vano, puesto que no quieres creerme.
ANFITRIÓN.- Eres mujer y... no te preocupa jurar en vano.
ALCMENA.- La que es inocente puede permitirse el lujo de ser atrevida y hablar con audacia para defenderse.
ANFITRIÓN.- ¡Audacia! ¡Ja, ja! ¡Demasiada... audacia!
ALCMENA.- ¡Lo propio de la mujer honesta!
ANFITRIÓN.- Sí, sí, honesta... De palabra.
ALCMENA.- Tengo por dote, no lo que otras, sino el recato, el temor a los dioses, el amor a mis antepasados, el serte fiel, el ser caritativa con los pobres...
SOSIA.- Por Polux, que si esto es verdad, va a resultar la mujer perfecta.
ANFITRIÓN.- Está bien, está bien... Estoy tan abatido que ya no sé ni quién soy.
SOSIA.- Seguramente eres Anfitrión, pero ándate con cuidado y no te dejes arrebatar tu cuerpo, porque aquí, desde nuestro regreso, todo el mundo se transmuta.
(PLAUTO)

Anfitrión se marcha en busca de un testigo que confirme su versión. Júpiter vuelve con Alcmena, que cada vez está más confusa. Por fin se encuentran los dos Anfitriones sin que nadie pueda determinar quién es el verdadero. En esto, Alcmena se pone de parto y da a luz gemelos: un niño de vigor extraordinario (Hércules), hijo de Júpiter, y otro normal, hijo de Anfitrión. Éste se enorgullece al saber que ha sido un dios, no un hombre, quien le ha suplantado con su mujer.


II. LA ÉPICA
Eneida
El sacerdote Laocoonte sacrificaba un gigantesco toro, junto a las aras solemnes de Neptuno. Y he aquí que (¡me horrorizo de contarlo!) se lanzan desde Ténedos, por el mar profundo en calma, dos serpientes de inmensas espirales, que avanzan a la par hacia la ribera. Por encima de las ondas levantan su pecho, y sus sangrientas crestas superan el agua; lo restante de su cuerpo se desarrolla largamente a flor de ola y su enorme espinazo se desdobla en anillos sin fin. El mar hace espuma y sonido. Y ya llegaban a la orilla, sus ojos ardientes llenos de sangre y llama, vibrando sus lenguas de saeta, lamiendo con ellas las sibilantes bocas.
Exangües, a la vista de tal horror, huimos. Ellas, derechamente, van a Laocoonte. Cada una abraza el pequeño cuerpo de cada uno de sus hijos y a mordiscos engulle los miserables miembros. Atacan luego al mismo Laocoonte, que iba en su auxilio disparando dardos, y en ingentes espirales lo enrollan. En derredor de su cuello, con doble anillo de su escamoso cuerpo le aprisionan, y con su cabeza y sus altas cervices le superan. Él, con ambas manos, intenta romper los nudos; sus vestiduras están manchadas de pus y de negro veneno, y eleva a los astros horrendos alaridos, cual los mugidos que da el toro herido cuando huye del altar, sacudiendo la segur en su cuello mal segura. Y hacia el templo sublime de la Tritónida terrible se arrastran los dragones a la par, y se acurrucan a los pies y bajo el redondo escudo de la diosa.
A los pechos, ya transidos de miedo, se añade nuevo temor, y alguien insinúa que Laocoonte expía el castigo merecido porque con su lanza atacó al sagrado monstruo y porque metió un sacrílego dardo en sus entrañas. Y a voz en grito dicen que hay que entrar la efigie en la ciudad y aplacar la ofendida majestad de la diosa. Hacemos brechas en la muralla, y la ciudad queda al descubierto. Todos se ponen a la obra; colocan ruedas en los pies del caballo y cuerdas de estopa en su cuello. Sube a los muros la máquina fatal, preñada de armas, y en derredor suyo niños y vírgenes elevan cánticos sagrados y se gozan de acercar las manos a la soga. Entra el caballo y llega, amenazador, al medio de la ciudad. ¡Oh patria, oh Troya, templo de dioses! ¡Oh muros de los dardánidas que la guerra esclareció!
Cuatro veces, en el umbral mismo de la puerta, el monstruo fatal se detuvo y cuatro veces las armas resonaron en su vientre. Pero nosotros volvemos a la tarea más afa­nosos aún, ciegos de delirio, y le colocamos en medio de la sagrada ciudadela. y, cuitados, porque para nosotros aquel día fue el supremo día, con follaje festivo adornamos, por toda la ciudad, los templos de los dioses. Rueda entretanto el firmamento y la noche se precipita en el Océano, envolviendo en su gran sombra la tierra, el cielo y la falsía de los mirmidones.
(VIRGILIO)

III. LA LÍRICA
Beatus ille
«Dichoso el que de pleitos alejado,
cual los del tiempo antiguo,
labra sus heredades, no obligado
al logrero enemigo.
Ni el arma en los reales le despierta,
ni tiembla en la mar brava;
huye la plaza y la soberbia puerta
de la ambición esclava.
Su gusto es, o poner la vid crecida
al álamo ajuntada,
o contemplar cuál pace, desparcida
al valle, su vacada.
Ya poda el ramo inútil, o ya ingiere
en su vez el extraño;
o castra sus colmenas, o si quiere
trasquila su rebaño.
Pues cuando el padre Otoño muestra fuera
la su frente galana,
con cuánto gozo coge la alta pera,
las uvas como grana,
y a ti, sacro Silvano, las presenta,
que guardas el ejido.
Debajo un roble antiguo ya se sienta,
ya en el prado florido.
El agua en las acequias corre, y cantan
los pájaros sin dueño;
las fuentes, al murmullo que levantan,
despiertan dulce sueño.
Y ya que el año cubre campo y cerros
con nieve y con heladas,
o lanza el jabalí con muchos perros
en las redes paradas;
o los golosos tordos o, con liga
o con red engañosa,
la extranjera grulla en lazo obliga,
que es presa deleitosa.
Con esto, ¿quién del pecho no desprende
cuanto en amor se pasa?
¿Pues qué, si la mujer honesta atiende
los hijos y la casa? { .. ]
No me serán los rombos más sabrosos,
ni las ostras, ni el mero,
si algunos con levantes furïosos
nos da el invierno fiero.
Ni el pavo caerá por mi garganta,
ni el francolín greciano,
más dulce que la oliva que quebranta
la labradora mano,
la malva o la romaza enamorada
del vicioso prado,
la oveja en el disanto degollada,
el cordero quitado
al lobo; y mientras como, ver corriendo
cuál las ovejas vienen;
ver del arar los bueyes que volviendo
apenas se sostienen;
ver de esclavillos el hogar cercado,
enjambre de riqueza.»

Así, dispuesto un cambio, ya el arado
loaba y la pobreza.
Ayer puso a sus ditas todas cobro,
mas hoy ya torna al logro.

(HORACIO)

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